El palacio de la memoria

Por Eduardo Honey

El señor Pamiec camina lento, apoyándose en su bastón, y se sienta en su sillón favorito. Respira con dificultad, no es lo mismo, los años de juventud y trotamundos, que estar cerca del centenar con kilómetros de memoria. Hoy amaneció con más nostalgia que la de todos estos cortos días. No sabe a bien por qué, así que recorre los libreros llenos de objetos que recolectó a lo largo de su existencia. Está el gatito de plástico que su madre le regaló cuando aún era un bebé en su cuna. Más allá, se topa con un trompo que, sólo una vez, intentó usar a petición del abuelo. En ese momento no tuvo sentido el hacerlo girar una y otra vez en el pavimento. Prefería los juegos en su teléfono. Se topa con un trofeo que ganó con su equipo en un torneo de fútbol en la escuela. También, apenas a la vista, el anillo de papel aluminio de cuando se casó con Beatriz en una fiesta familiar.

No, no es el mueble de la niñez donde encontrará lo que necesita. El que representa la adolescencia está una amarillenta foto de su graduación de preparatoria. Un gameboy que ya era una reliquia cuando su padre lo heredó como el último juguete al cumplir dieciocho. Hay un teléfono con la pantalla destrozada, el primero que fue suyo ya que lo compró con lo que ganaba en los trabajos de vacaciones. Está una tarjeta llena de buenos deseos y firmas cuando tuvo ese accidente tonto y tuvo que regresar enyesado a casa. También un sobre con un beso pintado con labial y que dentro contiene la carta que elaboró con Vania prometiéndose, ambos, un amor eterno, aunque los estudios los separaran.

Brinca a la primera adultez. La cartera que su madre le regaló luego de que le robaron una que tenía más de una década. El tubo que contiene el título de la carrera que apenas ejerció. Empiezan las primeras figuritas, pines, imanes de los viajes a Washington, Brasilia, París y Tokio. Incluso la botella, aún llena, de una cerveza vegana sin alcohol, la primera en su clase y que valdría millones en cinco años. Una guía con su bombilla para tomar mate y que fue compartida largas noches con Milena en Buenos Aires. Un sobre con una tanga que aún guarda algo de perfume que le envió una colombiana tras meses de sexting como anticipo a una vista que nunca ocurrió. 

Se desespera un poco el señor Pamiec y decide ir algo más adelante. Está la esfera de plástico que encierra el fantasma de una rosa roja, la que apareció, misteriosamente, en su escritorio en el trabajo en Sevilla. A un lado, una pequeña flauta de Pan que consiguió en un mercado de Santorini, lado a lado de un oculos de cerámica, instrumento que Kalika interpretaba junto con su grupo de música griega. Decenas de veces la escuchó y se acompañaron de vuelta al pequeño espacio que compartieron en Atenas. Con dificultad, el señor Pamiec se levanta y camina por la sala para llegar al librero de los cuarenta. Están las fotos impresas por mutuo acuerdo de las citas con Tetyana, la pelirroja que conoció en Lituania. El recorrido por un camino de Santiago que les llevó los tres meses de verano, el dormir lado a lado cuando cruzaron el Atlántico, las visitas y estadías en pueblos mágicos. La vela que encendieron dos veces, cuando se comprometieron con la familia de él en México y cuando lo hicieron ante la familia de ella en Vilnius.  Las dos actas de matrimonio en dos países distintos. La selección de colores y telas para las primeras paredes y los primeros muebles. la primera copa de vino como pareja. Una kali de la India que ella prefirió sobre un Ganesha, la semilla de Amarula que ambos trajeron de Sudáfrica y nunca sembraron, un Kikomoshi que estaba de moda en Japón.

Es el librero correcto y descubre que falta algo, hay un espacio junto a las actas. Quizás la señora de la limpieza o la enfermera lo movieron sin darse cuenta. Con temor, pasa al librero siguiente. Una bandera de la victoria ucraniana sobre Rusia, un gato réplica de uno hallado en Luxor, un muñeco que representa a un inca tejido con lana de alpaca, una mini espada de acero de Sevilla, un pin con símbolos hippies de San Francisco, etc. Detiene su recorrido un instante y se niega a bajar más la mirada para observar el estante que sigue, casi a nivel del suelo. Un sudor frío lo recorre y prefiere darse la vuelta. No tiene sentido seguir buscando en los libreros de los 60 en adelante ya que, apenas si hay objetos. Prefiere enfocar su mirada en la mesa del centro y lo encuentra encima de los desgastados números del National Geographic. El estuche azul es tomado y abierto de golpe. Al verlo vacío, el señor Pamiec siente un profundo desespero. Los días son cada vez más cortos al igual que su memoria. Olvida el nombre de los días, lo que hizo la semana pasada, a qué supo el almuerzo. Por eso, la señora que lo apoya con la limpieza, ni la enfermera logran sacarlo más que para dormir de la sala y biblioteca. El señor Pamiec dice que es el lugar donde aún puede recordar, es su palacio de la memoria. 

Sólo que hoy le falló, dentro del estuche no está lo que lo sostiene cuando las nostalgias llegan en oleajes que amenazan con hundirlo. Desapareció el anillo de matrimonio que Tetyana le escogió y grabó. Sabe que falta registrar el librero donde están las dos urnas, la de ella y la de la bebé de ambos. No quiere recordar que, a pesar de tanto avance médico, a veces las mujeres aún mueren en el parto. Y los sueños de ver crecer en conjunto a la siguiente generación. Nervioso, se empieza a tallar las manos con fuerza. Quiere atreverse, pero aún duele como cuando trajeron esas vasijas y las depositaron en la estantería casi a nivel del suelo. Entonces siente algo duro. Con asombro se fija en su mano derecha y allí está el anillo. No le importa saber cuándo se lo puso, sólo que está. Ahora la nostalgia es positiva y deja que las lágrimas caigan sobre el desgastado oro. Agradece el tener un lugar para recordar, un palacio de la memoria donde los recuerdos buenos superan los malos, aunque el dolor siempre esté presente.

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