Atenea 9

Por Raziel L. Castillo

«Lo desconocido nos llama la atención, pero apenas asomamos la cabeza no podemos evitar repudiar. ¿Acaso no es esa una señal de que no somos suficientes para el universo?».

Mi antiguo compañero del colegio, un tipo pesimista y sin aspiraciones, dijo una vez que la humanidad no estaba hecha para conocer lo que hay más allá de nuestro mundo, que nada bueno saldría de explorar el universo a nuestro antojo, que no estábamos hechos para la inmensidad del cosmos. No tardé en reclamarle que era un pendejo por hacer semejante comentario, luego de eso, cambiamos el tema. Sus palabras quedaron impregnadas en mi mente, no porque me trajeran crisis existenciales ni nada por el estilo, sino que me parecían ridículas hasta el llanto de risa. El ser humano tampoco estaba hecho para volar hasta que unos pocos se arriesgaron. Todo era cuestión de ambición, algo que nos sobraba como especie.

A pesar de no mantener el contacto tras la graduación, imaginé su consternación cuando anunciaron el primer lanzamiento tripulado al planeta rojo. Para mi gusto personal, sería transmitido en vivo. Me preparé con mi familia en la sala durante ese día especial, teníamos aperitivos y todo para celebrar nuestra ascensión. Mi hermano menor, un fiel entusiasta por la exploración espacial, se sentó a poco menos de un metro del televisor apenas el espectáculo comenzó. Todos estábamos muy emocionados, pero el niño parecía no caber en sí mismo. Disfrutamos cómo los tripulantes de la Atenea 9 comentaban su entusiasmo a los millones de espectadores. A pesar de que muchos tendrían una experiencia individual, no podía evitar comparar la euforia del momento con un gran final mundialista de fútbol o el concierto más impresionante de todos. Era algo que, simplemente, nos conectaba como especie, nos daba esperanza de un futuro progresista.

Y los humanos llegaron a Marte, la nave aterrizó con una belleza casi inefable. El mundo gritó al unísono. Nuestra ambición superó cualquier obstáculo, como siempre debe ser. Volví a pensar en ese compañero, ¿qué ha de sentir ahora? Vimos cómo los astronautas bajaban de la nave y comentaban el panorama, nos entretuvieron con la gravedad tan diferente a la nuestra. Mi hermano seguía siendo el más embelesado, quería saltar de la emoción; y nos reímos por su ternura natural. Pensé, muy soberbiamente, que sería el comienzo de una gloria más grande, que la humanidad dominaría por sobre todas las cosas. Dimos el primer paso al llegar a la Luna, hoy avanzamos en conquistar Marte.

La astronauta Eliza Humboldt Prado fue la encargada de instalar la bandera a unos metros de la nave. No era la de Estados Unidos, ni la de ninguna otra potencia, ese pedazo de tela representaba el mundo entero sin distinción alguna. Fue utópico, me llenó de una simpatía tan grande que apenas puedo describirla. Entonces, el suelo donde estaban parados los astronautas empezó a hundirse sin darles tiempo de abandonar. Un agujero se los tragó sin piedad, no nos dio chance de asimilarlo por completo. Los micrófonos siguieron transmitiendo sus gritos desesperados y los golpes que recibían. La cámara dejó de pasar video, lo más probable es que se dañó en la caída, pero las líneas de audio pronto quedaron saturas al captar algo semejante a chasquidos guturales. Los gritos nos pusieron en alerta y nos revolvió el estómago hasta que pronto golpeó el silencio. La transmisión fue cortada.

Comprendí lo que quiso decir mi compañero en aquel entonces, pues ninguno de los seis tripulantes de la Atenea 9 regresó a casa tras semanas de intentos de comunicación fallidos.

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