Sylvette Cabrera Nieves
Vi a Lorena derrumbada, herida de muerte con un balazo en el corazón; el estallido, similar a un relámpago. Ante el hecho, no sentí ni la exigua compasión por ella. ¡Jodida bestia! Así me considero, tal vez, un demonio, no lo sé, de cierto. Reconozco que frente al espejo veo el reflejo de la oscuridad, a un ente con uñas de bruja, colmillos ensangrentados y alas de cuervo. Como un engendro del infierno y, donde la vida gira y gira por dentro como un torbellino que va consumiendo todo, insaciable, como algo abominable que crece en este interior, pero que no pienso pronunciar su nombre porque es darle más voz, poder y un cuerpo al hacerlo. Intuyo que es lo que más anhela de mí. Dominarme por completo y que beba su oscuridad.
Observo salir a muchos compañeros de Lorena, corriendo de un lado para otro en gran confusión, desencajados. Se formó un tumulto cuando los curiosos comenzaban a dejarse notar y varias mujeres gritaban, mientras que uno de aquellos compañeros, de la prestigiosa fraternidad, intentaba darle ayuda, pero era fútil. Lorena sólo podía ir a la morgue, de allí hasta la funeraria y, finalmente, al cementerio. Cambié de rumbo cuando divisé a varios policías cruzarse en mi dirección. La bestia que me habita se nutre de las sombras y estaban enorgullecidas con la cara de póker que demostré a todos a mi paso. Nadie me va a entrevistarme como testigo de lo acontecido. El cuerpo policiaco comenzó a proteger el área de la escena, concentrados en el perímetro y en la cinta amarilla que se enroscaba por los contornos del crimen, marcando los alrededores donde yacía el cuerpo.
Unos segundos previos me había liberado de la Glock, con la cual, se acortó la vida de aquella indefensa víctima. Dispuse del arma arrojándola a un pantano cercano, sin que nadie me viera. Logré acceder a mi vehículo y me marché del recinto. Estuve un par de horas tomando unos tragos en una tasca, recién inaugurada, cercana a mi hogar, y al filo de la medianoche subí hasta mi alcoba atravesando la puerta posterior de la vivienda. En la cama repasé una y otra vez, mentalmente, como quien da marcha atrás a un vídeo porque, tal vez, haya perdido algún detalle de aquella vivencia de muerte. Me fijé en el traje de flores de ella y, del cual, salían como unas diminutas flechas o chispas de fuego mientras su cuerpo iba rumbo al impacto contra la grama. El hueco provocado por el ancho orificio, la imagen de la carne abierta de donde salía sin control la sangre junto a las muestras de espasmos y la rigidez del rostro ante la sorpresa de la muerte. Y la hermosura de la ingravidez del cuerpo humano y su belleza interior per se. Como las exhibiciones del pintor Fernando Vicente, Ingravitas. ¡Qué colección de arte!
Tal vez, si hubiera podido conciliar el sueño, pensaría que todo había sido un mal sueño, otra pesadilla más de tantas. Sin embargo, ya no hay nada que me dé una sola hora de sueño profundo o continuo. Es innegable la vivencia, era realidad aquella experiencia. Lo que quedaba de mi humanidad lo sabía. Que siempre estas sombras me consumen a la decimoquinta hora como un conjuro fijo y programado por manos invisibles.
Se piensa que las cosas suceden afuera, en un lugar y, sin embargo, es adentro donde, queda un camino, una ruta, un hilo de esperanza que no te ate nunca más a la maldita bestia, al monstruo y fastidia mirarse al espejo sin paisaje al otro lado. ¿Contra quién lucho?, ¿cuándo dejé de ser yo, no esto que ahora soy?, ¿a quién miento? Mientras sigue rondándome esta pregunta recordé la frase de Víctor Hugo que dice: “Los animales pertenecen a Dios. La bestialidad pertenece al hombre”. Me levanté de la cama cuando el aroma del café impregnó mi cuarto, pues casi nunca cierro la puerta de la habitación. En eso escucho a mi madre llamarme, advirtiéndome que ya tenía servida mi taza de café recién colado junto a las tostadas de siempre sobre la pequeña mesa de la cocina.
—Qué lástima esta nueva tragedia —dijo mi acongojada madre—. La muerte de otra joven a la salida de una reunión. Acabo de leerlo en el periódico, por tanto, el rotativo brinda muy pocos pormenores del crimen.
—¿ Acaso se sabe el móvil? ¿Tienen testigos? —le pregunté.
—No, apenas comienza. Las cámaras no funcionaban bien y sólo se aprecia la oscuridad de un rostro, con una figura ambigua, y paupérrima resolución. La policía dijo que, como se encontraban en la etapa preliminar de la investigación, confían encontrar posibles videos de mejor calidad en la zona aledaña al acontecimiento. Añadieron que se trata del mismo asesino en serie por el mismo modo de operar. ¿Vienes a cenar hoy, Sam? —cuestionó enérgicamente.
—¡Vale! Te llamaré si puedo llegar a tiempo para la cena —le contesté y me fui a trabajar.
Enseño literatura hispanoamericana y lenguas en el Instituto Universal de la capital, por los pasados diez años, y a raíz de mi divorcio, regresé a la casa materna. En breve, compraré mi apartamento en la zona más antigua de la ciudad. Con mi padre nunca me llevé bien, hasta que un día desapareció de nuestras vidas sin dejar el menor rastro o motivo. Se esfumó cual fantasma. Mi madre jamás volvió a casarse. En tanto, el destino la llevó a conocer a un hombre bueno que la quiso a su modo, habían logrado alcanzar su dosis de felicidad terrenal, ese vínculo especial, la complicidad anhelada por más de una década. Lastimosamente, una tarde, en un acto descabellado de desesperación, él se degolló frente a nosotras. Aquella escena me marcó profundamente. Fue como una daga directa al corazón ya que sentí su terrible dolor y la pérdida de la inocencia. No somos fríos por falta de sentimientos, sino por la abundancia de mil decepciones.
Veo en la muerte una válvula de escape. El futuro se vuelve a mostrar en el espejo. Sus profundos ojos avizores me acechan todo el tiempo. La penumbra me lleva más allá de las sombras y susurra que me aleje de la luz. La bestia dejó, nuevamente, su regalo de sangre, olor a pólvora y misterio. Los periódicos de forma gráfica lo confirman. “Ya es hora de retomar mi piel”, es lo que me digo, trato de vivir con ese hálito de esperanza de cambio. ¿Cómo lograrlo?, ¿cómo puede existir algo que ya murió afuera?, ¿cómo volver a salvo, dentro, de una vez por todas y para siempre?, ¿cuándo dejaré de ser como un cadáver de arena mojada?, ¿por qué me siento como una piedra en un pozo de fango? Es desconcertante. ¡Tal vez, nunca advierta la diferencia que yace dentro de las reglas del juego entre la vida y la muerte! ¿Acaso nunca aprendiste nada, Samanta? Durante los pasados años, me grita a todo pulmón el azogue del espejo. Quizá, tu propia voz es responsable, eres una mujer a quien han dominado las sombras como una segunda epidermis y no puedes escapar de ellas. Advierto la contestación al dilema. Entonces, ¿por qué se extrañan que sea un monstruo?