El jardín de los recuerdos

Por José Miguel Zerpa

Cuando conocí a la señorita Nataly, ya los años habían ejercido su peso sobre ella, como consecuencia, podía verse su cabello con contornos grises que caían sobre sus hombros, así la más suave pintura al óleo y este contrastaba, perfectamente, con el color de su piel. Siempre tenía una sonrisa que reflejaba mucha alegría y, quizá,  algunas esperanzas perdidas; en su patio tenía un hermoso jardín de rosas en el que, se la podía ver a diario, antes me parecía extraña la devoción de un adulto hacia sus plantas. Las personas que pasaban cerca en horas de la mañana podían escuchar como charlaba con sus plantas y muchos juraron que algunas veces escucharon a estas responderle.

Todavía recuerdo la primera vez que mire a la señorita Nataly, aquel día acabábamos de mudarnos, yo era muy niño todavía. Mientras bajábamos las cosas del auto, ella se asomó a las rejas del portón de su casa, la saludé desde la puerta del coche levantando la mano y ella, sonriendo, levantó su mano también. Con el tiempo me volví muy cercano a ella y muchos días enteros los pasábamos hablando, tenía bastantes historias para contar y a mí me gustaba escuchar sus relatos; algunas veces, llegué a preguntarle por qué cultivaba rosas y ella siempre tenía la misma respuesta: 

   —Las rosas me ayudan a conservar mis recuerdos, las espinas me traen recuerdos malos; sus colores me recuerdan momentos felices y cuando alguna se marchita sin razón, me trae recuerdos tristes y crueles.

En aquel momento no entendí sus palabras, hoy puedo asegurar que comprendo lo que quiso decir. Recuerdo que el último día que hablamos, su rostro reflejaba una gran tristeza.

   —¿Por qué está triste? —Le pregunté creyendo que había algo que yo pudiera hacer.

   —Hijo, mi cuerpo se está debilitando y dentro de muy poco tiempo me marcharé; mi mayor preocupación es que mis queridas rosas, a las que he cuidado tanto, las que me han visto en momentos buenos y malos, al no tener quien las cuide, se marchiten. —Una lágrima cayó de su rostro, yo era muy joven y no entendía el motivo de su llanto, pero aún así intenté calmarla.

   —No llore, por favor, ya no llore. Yo cuidaré de su jardín mientras usted regresa,yo cuidare de sus rosas. —Le respondí entre sollozos.

Aquella tarde, cuando nos sentamos a hablar como de costumbre, ella miraba el horizonte, mientras el sol iluminaba su jardín, sus ojos reflejaban una gran alegría y tristeza. Esa fue la última vez que pude ver su rostro. Hace ya diez años que la señorita Nataly abandonó este mundo y yo sigo cuidando su jardín por si algún día ella regresa. En el lugar donde cayeron sus lágrimas, nació una hermosa rosa azul que, hoy en día, sigue ahí. La cuido mucho porque es uno de esos recuerdos tristes de los que ella tanto hablaba. Este es su jardín, pero también es mío, este es el jardín de los recuerdos.

Así es esto

Como estar a las dos de la mañana 

sin nada que hacer,
teniendo hasta la vida pendiente.
Es como cuando de niña
se te llenaba de enredos el cabello
y tu padre, sin el menor dejo de piedad
tomaba el cepillo más duro y te peinaba.

Cómo estornudar sin gripe,
cómo no estornudar,
cómo hacerlo con los ojos y la nariz,
pero sin la boca.
Es como el instante de encontrar la planta
bien muerta y dejarla unos días
por si acaso resucita.
Es como acostarte en una cama
que no fue tendida.
Como despertar con la lengua dolorida,
con la lengua aplastada entre los dientes,
por tu obsesión de dormir con la boca cerrada.

Tan así es esto.

Es igual a querer orinar
y encontrar el baño ocupado.
A llegar tarde y ser el primero,
y quizá, hasta el único.
Es igual a ver la puerta sin perilla,
es igual a recostarte en el árbol,
comer una hormiga, sentir el viento frío,
sentir un abrazo frío,
igual a tu cara inexpresiva de noche.
También, es igual a esa vez
que tiraste tu comida recién comprada;
o como aquella que llegaste a casa sin nada,
asustada, triste, sola,
y te recibieron malas palabras,
malos pensamientos,
y te recibieron sin recibirte.

Esto es así,
como tener los ojos tristes,
ahogados en lágrimas fantasma.
Es igual a tener una página
en blanco con una mente.
A tener dos rosas de hilo marchitas;
es como planchar una camisa que
al ponerte se vuelve a arrugar.

Como ser tratada de puta
por personas que ni saben tu nombre.
Como postergar el trabajo,
como no dormir para terminar
y no despertar a tiempo.
Como ser reemplazada,
sin previo aviso,
sin disculpas,
sin remordimiento,
con asquerosos intentos de consuelo
bajo las ruinas de un puente.

Es como encender el televisor
y encontrar la imagen desteñida,
en una escala de grises,
sin blanco ni negro.
Es llegar al hartazgo de ti,
de tu mentado juego,
de nunca pasar de la tierra,
de no volar tan alto como esperas
de esperarte.

Es ver pasar los días
cuál cadáver que se enfría,
pero que aún no muere
implorando una plegaria.
Viendo apostar a la vida y la muerte,
viendo las cenizas que no renacen,
y encontrarse con el alma rota,
apestando las esperanzas del difunto vecino,
agusanando la alegría (si existiera).
Fumándote el esperma de la luna,
y bebiendo agrias ilusiones.

Es como vivir la vida
en pantalla verde
siempre simulada,
siempre adulterada, eliminable.

Así es esto.

Como las cartas que guardas
de hace años, con los negativos
de recuerdos olvidados, velados
con el pasado desenfocado,
las tijeras en el bolsillo
y tú nombre en un pedazo de madera.

Como dejar que te cojan las palabras
disimuladas en su boca,
tan explícitas en su letra.
Palabras como intenciones únicas,
pero igual dejarte engañar
por ti misma y ser consciente que no lo haces,
mientras levitas en la indecisión
de decir algo ya sabido mientras
te niegas a encarar la despedida.

Es saber qué ha pasado un año,
el primero de muchos,
porque sabes que lo serán,
por cobarde, por un complejo autodestructivo.

Es ya no poder emocionarte,
cuando una pequeña chispa
se ilumina oscureciendo el escenario,
y preguntarte: ¿qué caso tiene
volver a dónde no te esperan?

Es andar en la misma línea,
en la misma habitación, con los pies helados
riendo a carcajadas con la boca,
y el corazón nadando entre lágrimas,
mientras te niegas a parar.

Así es esto de quererte,
y gastar las tardes,
con sus minutos y segundos,
contemplando las opciones inexistentes.

Fénix Figueroa

La voz

Del puño tutelar, un dedo prófugo
de color esquelético y proceder cadavérico,
acaricia el rostro comburente de la ira,
se deleita de crepitantes vituperios
y culmina en evanescencias orgásmicas
de gemido gris.

Fumo el silencio enardecido…
la oscuridad pronuncia mi nombre…
escucho la marea frente al acantilado…
El lobo depreda al pez acorralado;
aullido sanguinario,
destazo atroz de lozano
texto, hendido por el colmillo 
cruento, punzante que resquema
concepto; espectral silueta que manifiesta
un álgido contorno de luna,
navaja que vierte el asesino
en el vaso de vino venal transido.

En el ocaso del sol herido tras ido,
el asesino vierte el colmillo en el hendido
cuello. Vampírico acto,
dantesco advenimiento,
en el infierno resuena infame poesía;
soy la voz que al paranoico mentía.

Orquesto, en compases adosados, 
crueles susurros de vivaz cercanía
y contemplo de invidente la agonía.
Cincelo memorias de tortura,
dedico una sublime letanía
a fatal, selecta compañía.

Conozco, del abismo, la hondura
y sé que las sombras artífices claman,
cuando los altivos claudican
y los orgullosos me imitan.
Soy el fantasma oculto en la letra
que escribe al tiempo que lees.
Interrogo al espejo,
torna una palabra,
una mirada de póstumas cicatrices,
una herida de pestañas mordaces,
un cadáver de vivas sensaciones,
un esqueleto de muertas palpitaciones;
en el cementerio, lápidas vulnerables,
tan castigadas por la Muerte,
que las abandona a su suerte.

Soy de la pena térrea el consuelo.
Soy el horror dichoso del cielo
y el hedor que desprende la carne expuesta
y el reloj que comprende la brecha dispuesta
sobre el occiso en tétrico ángulo
de cara a la cámara descompuesta
por el sórdido atractivo del pómulo.

La esperanza exilia a éstos cuerpos perdidos;
soy el volcán de, cuya lava ,son revestidos,
pero se trata de una lava silente,
de un eruptivo silencio,
expelido por inhumanas sutilezas,
relegado a llamas umbrosas.

Demente con tacto, metáforas insanas.
De mente contacto, ¿callas o llamas?
Soy la misericordia del condenado,
a quien el injusto existir ha enjuiciado.

Frente a mí, la efigie 
desollada llora la hora humillada.
La contraportada cierro descreída
en un rapto de liderazgo suicida. 

César Lontananza

Atenea 9

Por Raziel L. Castillo

«Lo desconocido nos llama la atención, pero apenas asomamos la cabeza no podemos evitar repudiar. ¿Acaso no es esa una señal de que no somos suficientes para el universo?».

Mi antiguo compañero del colegio, un tipo pesimista y sin aspiraciones, dijo una vez que la humanidad no estaba hecha para conocer lo que hay más allá de nuestro mundo, que nada bueno saldría de explorar el universo a nuestro antojo, que no estábamos hechos para la inmensidad del cosmos. No tardé en reclamarle que era un pendejo por hacer semejante comentario, luego de eso, cambiamos el tema. Sus palabras quedaron impregnadas en mi mente, no porque me trajeran crisis existenciales ni nada por el estilo, sino que me parecían ridículas hasta el llanto de risa. El ser humano tampoco estaba hecho para volar hasta que unos pocos se arriesgaron. Todo era cuestión de ambición, algo que nos sobraba como especie.

A pesar de no mantener el contacto tras la graduación, imaginé su consternación cuando anunciaron el primer lanzamiento tripulado al planeta rojo. Para mi gusto personal, sería transmitido en vivo. Me preparé con mi familia en la sala durante ese día especial, teníamos aperitivos y todo para celebrar nuestra ascensión. Mi hermano menor, un fiel entusiasta por la exploración espacial, se sentó a poco menos de un metro del televisor apenas el espectáculo comenzó. Todos estábamos muy emocionados, pero el niño parecía no caber en sí mismo. Disfrutamos cómo los tripulantes de la Atenea 9 comentaban su entusiasmo a los millones de espectadores. A pesar de que muchos tendrían una experiencia individual, no podía evitar comparar la euforia del momento con un gran final mundialista de fútbol o el concierto más impresionante de todos. Era algo que, simplemente, nos conectaba como especie, nos daba esperanza de un futuro progresista.

Y los humanos llegaron a Marte, la nave aterrizó con una belleza casi inefable. El mundo gritó al unísono. Nuestra ambición superó cualquier obstáculo, como siempre debe ser. Volví a pensar en ese compañero, ¿qué ha de sentir ahora? Vimos cómo los astronautas bajaban de la nave y comentaban el panorama, nos entretuvieron con la gravedad tan diferente a la nuestra. Mi hermano seguía siendo el más embelesado, quería saltar de la emoción; y nos reímos por su ternura natural. Pensé, muy soberbiamente, que sería el comienzo de una gloria más grande, que la humanidad dominaría por sobre todas las cosas. Dimos el primer paso al llegar a la Luna, hoy avanzamos en conquistar Marte.

La astronauta Eliza Humboldt Prado fue la encargada de instalar la bandera a unos metros de la nave. No era la de Estados Unidos, ni la de ninguna otra potencia, ese pedazo de tela representaba el mundo entero sin distinción alguna. Fue utópico, me llenó de una simpatía tan grande que apenas puedo describirla. Entonces, el suelo donde estaban parados los astronautas empezó a hundirse sin darles tiempo de abandonar. Un agujero se los tragó sin piedad, no nos dio chance de asimilarlo por completo. Los micrófonos siguieron transmitiendo sus gritos desesperados y los golpes que recibían. La cámara dejó de pasar video, lo más probable es que se dañó en la caída, pero las líneas de audio pronto quedaron saturas al captar algo semejante a chasquidos guturales. Los gritos nos pusieron en alerta y nos revolvió el estómago hasta que pronto golpeó el silencio. La transmisión fue cortada.

Comprendí lo que quiso decir mi compañero en aquel entonces, pues ninguno de los seis tripulantes de la Atenea 9 regresó a casa tras semanas de intentos de comunicación fallidos.

La cámara fotográfica, mi personal bilonging

Por Omar rosa

Los hijos siempre son fuente de inspiración. Una vez, ellos aquí, sentí la necesidad de documentar cada acción, desde el largo del cabello, sus primeros pasos, su risa hasta su llanto, todo. Así fue que llegué a la primera cámara fotográfica en los años ochenta, la fui renovando mientras buscaba calidad. Me costó mucho trabajo una rusa, los rollos de  treinta y seis exposiciones y recorrer doscientos kilómetros detrás de un buen revelado e impresión. Tuve bastantes dificultades con la luz, los interiores y, los atardeceres, eran funestos para mí, hasta que logré el milagro de tener un flash. Mi nueva cámara Zenit ya era un mejor equipo. Estaba obsesionado, no me separaba de ella, e incluso, mis niños llegaron a taparse la cara: “No más fotos”. Logré buenas instantáneas, reuní las mejores veinte y las expuse en la galería. Estudié fotografía para mejorar mi técnica e impartí clases a un grupo de estudiantes interesados, hasta inicié la construcción de un cuarto oscuro; fue muy bonito, por ahí tengo un álbum de esa época. Mi hobbie era mal visto por mi familia, afectada por mis gastos, entonces llegó el período de las carencias extremas, la prioridad era poder comer.

Mis hijos eran lo primero, pero muy cerca de esa cima, estaba mi cámara, aún está ahí, la caja fuerte, sólo queda la colección de lentes y no sé cuántos aditamentos más, ¡la cámara no! Pocos sobrevivimos, fue muy difícil. Mi madre me ayudó mucho: hacía jabón, cuidaba de mis niños, siempre atenta a las vitaminas, confeccionaba ropas, su colaboración fue vital. Para mí, ella era sagrada. Anunció una visita, cosa muy rara en este tiempo, más si se tienen en cuenta lo hostil de su relación con la madre de mis hijos. Esa noche la conversación fue difícil, un tema totalmente inesperado.

—¡Toma! —Me está entregando diez dólares, una fortuna.

—¿De dónde sacaste tanto dinero?

—A casa de Raquel vienen unos extranjeros a comprar cosas de uso para revenderlas en su país, tienen una tienda de antigüedades o algo así —dijo mamá.

—¿A dónde quieres llegar?

—Le expliqué de tu cámara fotográfica y me dieron este adelanto.

Guitarra

Por Gustavo ramírez

Mi abuela siempre fue una persona acumuladora; a través de los años almacenó todo en un cuarto improvisado al que bautizó como “bodega”. Un día fui a visitarla con el propósito de echarle un vistazo a unas antiguas fotos familiares, por lo que, mi viejita y yo terminamos buceando entre el mar de cachivaches con el fin de encontrar aquellas dichosas reliquias. Me sorprendió que entre tanto cachureo hallara una antigua guitarra hecha a mano, era tan hermosa y bien conservada que no parecía haber sufrido los estragos del tiempo; lo que más me llamó la atención es que soy el único de la familia que sabe tocar aquel instrumento y por más que hice memoria, concluí con toda seguridad de que aquella belleza nunca me perteneció. Olvidé el propósito de mi visita y me dispuse a tocar, sin embargo, me decepcionó que el instrumento no fuera capaz de mantener la afinación; la guitarra no servía. Opté por tirarla en el contenedor gigante de los vecinos de la cuadra, solamente por hacer un poco de espacio en la bodega, ya que, para ser sincero, no le cabía ni un alfiler más, después me tomé un té con mi abuela y me regresé a casa con la promesa de visitarla más a menudo.

Al día siguiente, pasé a saludar a la abuela, pero ya era noche y ella se había dormido, en ese momento recordé que olvidé el asunto de las fotografías y decidí buscarlas, cuando entré a la habitación, ¡oh sorpresa! La guitarra seguía ahí, molesto pensé que ella, en su compulsión, la recogió para guardarla nuevamente. Otra vez, la tiré a la basura. Volví un par de días después, sólo por la curiosidad de saber si ella la había vuelto a recuperar, incluso, perdí el absoluto interés en las fotografías, una vez más, con un amargo sabor de boca, encontré el instrumento en la bodega. Este hecho se repitió durante meses, la tiraba y aparecía, sin embargo, mi abuela lo negaba todo, y honestamente, creí que sólo me quería tomar el pelo.

Un extraño acontecimiento se suscitó un fin de semana en el cual, mi abuela decidió salir de la ciudad para ver a una vieja amistad de la universidad, en ese momento, ya con un comportamiento obsesivo, sabía que era mi única oportunidad para deshacerme de esa vieja e inservible guitarra; corrí a su casa, la tomé y la tiré en el bote de basura de otro barrio. Pasaron los días y yo me sentía con la tranquilidad de que, finalmente, la guitarra ya no estaba; visité a mi abuela y aproveché para llevarle las galletas de mantequilla que tanto le gustaban, platicamos toda la tarde en un ambiente muy agradable. Antes de irme a casa me asomé a la bodega, sin ningún propósito más que el de celebrar mi victoria, pero no pude creer lo que estaba viendo, la guitarra estaba ahí, y en un arranque de locura, me la llevé. 

Era una noche fría y oscura, por lo cual, decidí abandonar a su suerte al viejo objeto musical por la mañana, llegué tan cansado a casa que me fui directo a dormir. Me desperté emocionado al día siguiente, no por lo que fuera a pasar en el transcurso del día, sino porque, por fin, me iba a deshacer de ella, la desamparé en un parque, sin importar su destino, por mí se la podía comer un animal, ser coleccionada por un vagabundo, incluso, pudrirse por acción de la madre naturaleza. El tema me provocaba una ansiedad tremenda, no podía pensar en otra cosa que no fueran las cuerdas metálicas en esa caja de madera hueca y despintada, entonces, por mi paz mental, decidí ir a husmear a la bodega con el pretexto de saludar a mi abuela; cuando ingresé, mis ojos se llenaron de lágrimas, mi piel se estremeció y, con un nudo en la garganta, vi que la guitarra seguía ahí. Estaba harto, ya no lo podía soportar más, la sostuve por el mango y la estrellé en el piso, partiéndose en mil pedazos; sentí un alivio inmediato y reconfortante, por último, tomé un taxi a casa para descansar.

Han pasado un par de meses y mi vida regresó a ser la misma de antes, me concentré en mis proyectos y estaba en calma. No olvidaré ese día, 2 de noviembre,  cumpleaños de mi abuela, recuerdo que fui a su casa con su pastel favorito: merengón de fresa. Fue un día bastante lindo y con el protocolo completo, las velas del pastel y las mañanitas. Aprovechamos de limpiar un poco la casa y cuando entramos a la bodega se me heló la sangre mientras la adrenalina me bajaba a los pies, la guitarra se encontraba postrada en la pared, y una vez más, me la llevé. Sin poder soportar más la situación, saqué cita con el psicólogo, necesitaba hablar con un experto. Me preparé para la consulta y traje conmigo a la guitarra, como soy una persona que valora la puntualidad, llegué unos veinte minutos antes, me senté a esperar mientras veía, con odio, a la guitarra hasta que la recepcionista me dejó pasar.

Entré, saludé al doctor, él era muy amable y me invitó a ponerme cómodo en el sofá, me recosté y comenzamos a platicar, me hizo unas preguntas de mi vida en general y después me preguntó el motivo de mi presencia, le comenté la situación de la guitarra mientras tomaba algunas notas en su libreta. 

—¿Trae la guitarra con usted? —preguntó.

—Aquí la traigo. —Le contesté mientras la colocaba frente a mis pies

—Señor, aquí no hay ninguna guitarra —concluyó.

El gato de Abel

Linnet Molina Arias 

Cuando Abel murió, casi morimos con él. La leucemia lo fue secando poco a poco y yo no tenía espacio para mí, mucho menos, para el gato. Los dolores de Abel se aliviaban, a veces, con Morfina, el mío me tuvo hasta la semana pasada debajo de la sábana en el cuarto. Parece que Fito también lo extrañaba. Abel lo trajo cuando aún no tenía tiempo para el destete; lo encontró en un parque, lleno de fango y con hambre. Lo amamantamos lo mejor que pudimos y se volvió un gato precioso, gris, con una cola copiosa y larga. Yo no sé mucho de gatos, la verdad, ni me gustaban, pero había que salvarlo y cuando ya estuvo sano, Abel me miró suplicante con aquellos ojos medio amarillos y esa luz peculiar e hipnótica, que no tuve más remedio que aceptar a Fito. En poco tiempo ya me había encariñado, pero por más que me esforcé Fito eligió a Abel. Era un amor descomunal, sin duda, los animales tienen sentimientos. Fito lo reconocía como su salvador.

Desde que Abel se fue, el gato quiso dormir acurrucado en la almohada de su dueño. Yo lo acepté porque necesitaba rellenar ese espacio, tampoco tenía ánimos para enfrentarme a nada, ni siquiera al gato. Ha pasado un año desde esto y hace tres días vino la madre de Abel a buscar algunas pertenencias de su hijo. Le di unas camisas y algunas fotos, no pienso deshacerme de nada más, tuve que pelear por algunos objetos. Ella quería llevarse a Fito, con el argumento de que yo no estoy en condiciones de atenderme a mí misma y que el gato está flaco, pero fui inclaudicable y rotunda: «Espera a la semana que viene a ver si ya estoy muerta, sólo así dejaré que te lo lleves, si Fito está flaco es de tristeza, no de hambre. A menos que quieras matarnos a los dos”. El gato estaba acostado en una esquina del sofá, como si escuchara la conversación. Hacía tiempo no tenía ningún gesto de afecto para mí, pero rozó su cuerpo entre mis piernas. Entendí que me apoyaba. Los animales también tienen su lenguaje.

Cuando cerré la puerta, Fito no era el mismo, ya no lo era desde que nos quedamos solos, pero estaba extraño. Maullaba todo el tiempo, intenté calmarlo con algo de comida, lo acosté en mi regazo para acariciarlo, lo consolé como a un doliente, pero no se callaba. Me sacó de la cama, tuve que llevarlo al veterinario. » Tú no te puedes ir con él, no me dejes sola, coño. ¡Abel! No te lo lleves, no me dejes sola». El veterinario sólo lo encontró un poco flaco. Dejó de maullar y me fui a dormir temprano. Otra vez, bajo la sábana y Fito en la almohada, rostro con rostro. Lo miré extraviada, vi sus ojos amarillos y aquella luz peculiar e hipnótica. 

Empiezo a trabajar el lunes, la casa está limpia otra vez, y Abel sigue durmiendo en la almohada, meciendo su cola gris en mi abdomen.

Cazadora de lagartos

Solía, de niña, cazar lagartijas,

en el jardín de mi antigua casa.

Se pegaban en el muro gigante solitarias y frías,

las observaba, detenidamente, como si fueran tiempos de caza.

Me sentía cazadora en un enorme castillo,

los ladrillos de piedra se hacían historias

y las lagartijas cambiaban, a menudo, el color y su brillo;

a ratos imaginaba lagartos gigantes redactando memorias.

Cada verano tenía una lagartija de color diferente,

mi favorita era verde limón; sobresalía ante el sol.

A veces, les colocaba nombres, tan sólo en mi mente,

juntaba muchos ladrillos de piedras para capturar a mi lagarto tornasol.

Mis lagartijas tenían sus ancestros dragones,

y así pensaba yo que, algún día, mi lagarto evolucionaría.

Eran cosas de infancia, pero tenía montones,

no perdía la esperanza, sin embargo, sabía que un día, todas marcharían.

Con el tiempo crecí y, mis lagartijas y lagartos partieron,

quizás se fueron a otro castillo donde el sol llegue fuerte.

Me dejaron encandilada cuando crecieron,

ahora sólo tengo los versos de una cazadora para conmoverte.

Ángel Atrapasueños

Canción pérdida en faldas de un volcán

Tañe a la hora su estruendo, 

tañe en humaredas telas su tambor terrible 

y empieza su alabanza, su desnudez, 

monte negro, vigilante y cruel.

¿Qué hora? ¿Qué seña dio por presagio nuestro fin?

No teme que la carne lo detenga, 

no teme la hora precisa.

Silencioso al tiempo en que te adoraban,

luego gran fibrilación de entrañas sin futuro,

cual risco y polvareda, cual mudez intacta y chasqueante

el canto hace ronquido y destrucción 

cuando al punto más cercano

la luna se desploma hecha cenizas 

sobre nuestro imperturbable imperio.

Boca abierta a la profanidad, 

sulfuro en tierra despeñado.

Monte destinado a la traición 

de tus vasallos, negro ojo y furia incontenible, 

salen tus hijos a comernos 

en plena distracción pues, 

majestuosa providencia,

una vez tuvimos cielo azul 

y hoy, cayendo pieza por pieza

nos guarda el secreto del pasado entre su fuego. 

¿A dónde iremos a cubrirnos? 

La roca enseña tus entrañas

en el negro abrazo de los desesperados, 

el cielo azul cae pieza a pieza

como saliva de chacal hambriento 

que pronuncia en lenguas guturales.

¿A dónde iremos a encontrarnos?

No habrá nunca más placer en nuestro suelo,

porque hundida, porque gritándonos,

nos quiere decir algo apenas entendible

así que ¿dónde? ¿Dónde?

Hambre voraz es de la tierra, 

hijo tú y tu demonio padre, 

salen a comer, salen a saciar su sed 

de cuerpos con clamor

y aquí se clama por un sello, aquí que grita, 

¡habremos de borrar el rostro sobre el agua!

¡habremos de hacer en nuestro humo una escalera!

¡habremos de callar esta agonía!

No tenemos casa, nuestro hogar en la montaña, 

la rueda, el pozo, sólo quedará un terrible rastro 

de silencio aquí tragado, en negras fumarolas 

su silbido hervor para la caza.

 

Nada más ha de quedar, 

lo demás se irá perdido entre la flama, 

pues ¿quién recogerá nuestras desgracias? 

¿Qué brazo habrá de hacernos una cuna?

El viejo abrió sus cuernos de humo, 

lanzó en su risco a la demencia, 

queda apenas el clamor, el alarido, 

y queda ver derrumbarse 

gota a gota nuestro imperio sin futuro

bajo el golpe ignorante del abismo, 

sin cobijo, sin sombra, 

perdido todo en la memoria

sin lengua ni futuro

porque nada ha de quedar en nuestra hora perdida,

ya nada habrá de versarse a la hora del recuerdo.

Dario González

Naturaleza azul

Torrencial de transparencia,

a las flores brinda un baño.

Uno que llega aledaño,

de armonía y persistencia.

Un retoño de paciencia, 

del cielo fluye insistente,

felicidad eminente.

Cuando la lluvia se entona

del cielo baja una lona,

de alegría permanente.

Y adornando el firmamento,

se divisa un viejo amigo,

listo para dar abrigo;

el horizonte está atento.

El orgullo y el contento,

reciben de un arduo día,

a esa estrella melodía,

de la canción estelar.

Atardecer es brindar

una noche de armonía.

Viajeras que en su despedida

formas nuevas van brindando,

el cielo azul adornando,

fina estampa de la vida.

Listas para su salida,

la luna y miles de estrellas,

a la vez sutil: destellas.

El sol le expresa a su dama,

hoy el firmamento es gama

de las mejores doncellas.

Intenso azul tempestad

luce la lánguida noche,

un vestido sin reproche,

que adorna la humanidad

con destellos de frialdad.

Brillan fuertes las estrellas,

la luna cual sol destellas,

en el vestuario estelar

y yo aquí he de admirar,

de las noches, la más bella.

Aidalis de la Caridad Rodríguez Fis