Por José Miguel Zerpa
Cuando conocí a la señorita Nataly, ya los años habían ejercido su peso sobre ella, como consecuencia, podía verse su cabello con contornos grises que caían sobre sus hombros, así la más suave pintura al óleo y este contrastaba, perfectamente, con el color de su piel. Siempre tenía una sonrisa que reflejaba mucha alegría y, quizá, algunas esperanzas perdidas; en su patio tenía un hermoso jardín de rosas en el que, se la podía ver a diario, antes me parecía extraña la devoción de un adulto hacia sus plantas. Las personas que pasaban cerca en horas de la mañana podían escuchar como charlaba con sus plantas y muchos juraron que algunas veces escucharon a estas responderle.
Todavía recuerdo la primera vez que mire a la señorita Nataly, aquel día acabábamos de mudarnos, yo era muy niño todavía. Mientras bajábamos las cosas del auto, ella se asomó a las rejas del portón de su casa, la saludé desde la puerta del coche levantando la mano y ella, sonriendo, levantó su mano también. Con el tiempo me volví muy cercano a ella y muchos días enteros los pasábamos hablando, tenía bastantes historias para contar y a mí me gustaba escuchar sus relatos; algunas veces, llegué a preguntarle por qué cultivaba rosas y ella siempre tenía la misma respuesta:
—Las rosas me ayudan a conservar mis recuerdos, las espinas me traen recuerdos malos; sus colores me recuerdan momentos felices y cuando alguna se marchita sin razón, me trae recuerdos tristes y crueles.
En aquel momento no entendí sus palabras, hoy puedo asegurar que comprendo lo que quiso decir. Recuerdo que el último día que hablamos, su rostro reflejaba una gran tristeza.
—¿Por qué está triste? —Le pregunté creyendo que había algo que yo pudiera hacer.
—Hijo, mi cuerpo se está debilitando y dentro de muy poco tiempo me marcharé; mi mayor preocupación es que mis queridas rosas, a las que he cuidado tanto, las que me han visto en momentos buenos y malos, al no tener quien las cuide, se marchiten. —Una lágrima cayó de su rostro, yo era muy joven y no entendía el motivo de su llanto, pero aún así intenté calmarla.
—No llore, por favor, ya no llore. Yo cuidaré de su jardín mientras usted regresa,yo cuidare de sus rosas. —Le respondí entre sollozos.
Aquella tarde, cuando nos sentamos a hablar como de costumbre, ella miraba el horizonte, mientras el sol iluminaba su jardín, sus ojos reflejaban una gran alegría y tristeza. Esa fue la última vez que pude ver su rostro. Hace ya diez años que la señorita Nataly abandonó este mundo y yo sigo cuidando su jardín por si algún día ella regresa. En el lugar donde cayeron sus lágrimas, nació una hermosa rosa azul que, hoy en día, sigue ahí. La cuido mucho porque es uno de esos recuerdos tristes de los que ella tanto hablaba. Este es su jardín, pero también es mío, este es el jardín de los recuerdos.