El jardín de los recuerdos

Por José Miguel Zerpa

Cuando conocí a la señorita Nataly, ya los años habían ejercido su peso sobre ella, como consecuencia, podía verse su cabello con contornos grises que caían sobre sus hombros, así la más suave pintura al óleo y este contrastaba, perfectamente, con el color de su piel. Siempre tenía una sonrisa que reflejaba mucha alegría y, quizá,  algunas esperanzas perdidas; en su patio tenía un hermoso jardín de rosas en el que, se la podía ver a diario, antes me parecía extraña la devoción de un adulto hacia sus plantas. Las personas que pasaban cerca en horas de la mañana podían escuchar como charlaba con sus plantas y muchos juraron que algunas veces escucharon a estas responderle.

Todavía recuerdo la primera vez que mire a la señorita Nataly, aquel día acabábamos de mudarnos, yo era muy niño todavía. Mientras bajábamos las cosas del auto, ella se asomó a las rejas del portón de su casa, la saludé desde la puerta del coche levantando la mano y ella, sonriendo, levantó su mano también. Con el tiempo me volví muy cercano a ella y muchos días enteros los pasábamos hablando, tenía bastantes historias para contar y a mí me gustaba escuchar sus relatos; algunas veces, llegué a preguntarle por qué cultivaba rosas y ella siempre tenía la misma respuesta: 

   —Las rosas me ayudan a conservar mis recuerdos, las espinas me traen recuerdos malos; sus colores me recuerdan momentos felices y cuando alguna se marchita sin razón, me trae recuerdos tristes y crueles.

En aquel momento no entendí sus palabras, hoy puedo asegurar que comprendo lo que quiso decir. Recuerdo que el último día que hablamos, su rostro reflejaba una gran tristeza.

   —¿Por qué está triste? —Le pregunté creyendo que había algo que yo pudiera hacer.

   —Hijo, mi cuerpo se está debilitando y dentro de muy poco tiempo me marcharé; mi mayor preocupación es que mis queridas rosas, a las que he cuidado tanto, las que me han visto en momentos buenos y malos, al no tener quien las cuide, se marchiten. —Una lágrima cayó de su rostro, yo era muy joven y no entendía el motivo de su llanto, pero aún así intenté calmarla.

   —No llore, por favor, ya no llore. Yo cuidaré de su jardín mientras usted regresa,yo cuidare de sus rosas. —Le respondí entre sollozos.

Aquella tarde, cuando nos sentamos a hablar como de costumbre, ella miraba el horizonte, mientras el sol iluminaba su jardín, sus ojos reflejaban una gran alegría y tristeza. Esa fue la última vez que pude ver su rostro. Hace ya diez años que la señorita Nataly abandonó este mundo y yo sigo cuidando su jardín por si algún día ella regresa. En el lugar donde cayeron sus lágrimas, nació una hermosa rosa azul que, hoy en día, sigue ahí. La cuido mucho porque es uno de esos recuerdos tristes de los que ella tanto hablaba. Este es su jardín, pero también es mío, este es el jardín de los recuerdos.

Esperanza

Por Génesis García

El día que se descubrió que el centro de la Tierra había aumentado su temperatura en un 300% fue el día en el que todos supieron que la única esperanza era huir. La corteza terrestre comenzó a desplazarse debido a la licuefacción del manto y grandes terremotos y tsunamis sacudieron al planeta, acabando con millones de vidas y amenazando con extinguir a la raza humana. Los gobiernos se organizaron rápidamente y trabajaron en conjunto, como nunca antes, para evacuar a los sobrevivientes. Las naves, bautizadas como “arcas”, estaban programadas para llevar a los últimos remanentes de la raza humana en dirección a Ganímedes, el más grande de los satélites de Júpiter. Por muchos años se pensó que ningún planeta ni planetoide dentro del sistema solar poseían las características necesarias para albergar la vida, pero, ante la magnitud de la emergencia, los científicos acordaron que la composición de Ganímedes, su campo magnético natural y la presencia de agua líquida sobre su superficie tendrían que bastar. 

Ganímedes se encontraba a una distancia de 628 millones de kilómetros de la Tierra y el viaje tomó ocho años. Durante todo ese tiempo, los colonos estuvieron en un estado de hipersueño que les permitió realizar la travesía sin inconvenientes. Por una parte, los expertos desconocían los efectos que un viaje tan largo en el espacio podía tener en distintos tipos de cuerpos, complexiones y edades. Por años, los astronautas que viajaron, efectivamente, al espacio cumplieron con estrictos estándares de salud que, simplemente, no podían aplicarse a todos los sobrevivientes. Muchos de los colonos eran personas mayores o niños pequeños, por lo que no se tenían datos que indicaran cómo reaccionarían a la gravedad cero o a los cambios de presión. Las autoridades querían asegurar la supervivencia de la mayor cantidad de gente y, por eso consideraron que el hipersueño era la mejor opción. 

Por otro lado, existía la necesidad de mantener el orden, la disciplina y la seguridad dentro de las naves y eso sería difícil. Se sabe que la mente humana reacciona de distintas formas al encierro y la presión y no todas terminan bien, por lo que, mantener el control era vital. Y la única manera efectiva de hacerlo era manteniendo a la mayor parte de la población dormida y fuera de combate durante la mayor parte del viaje. Así, pasaron ocho años sin que los colonos lo notaran. Cuando estaban a un par de semanas de distancia, los tripulantes fueron despertados y comenzó un programa intensivo, destinado a preparar a los futuros colonos para las vicisitudes que enfrentarían en su nuevo hogar. Las imágenes satelitales mostraban su nuevo hogar como un lugar frío e inhóspito, con terrenos compuestos de silicatos y hielo, días de una semana de duración y pocas horas de luz solar. Pero, era todo lo que tenían. 

Si bien al inicio, fue todo un shock ver a los jóvenes convertidos en adultos, a los niños convertidos en adolescentes y a los bebés en niños, las personas se adecuaron rápidamente a sus nuevas condiciones y se prepararon para el aterrizaje. Estaban llenos de incertidumbre y temores, sin saber bien qué esperar, pero, la esperanza los mantenía en pie y los impulsaba mirar hacia el futuro, enterrando muy en su interior el dolor por la pérdida de su hogar. Un 24 de diciembre de 2058 la primera arca atravesó la atmósfera de Ganímedes y la imagen que apareció frente a los ojos de los tripulantes los dejó descolocados. Esperaban encontrar una tierra inhóspita y hostil, fría como el infierno… pero, en cambio, frente a ellos se extendían grandes planicies verdes, un hermoso cielo azul y una cadena de montañas doradas que brillaban bajo el sol. Enormes y extraños animales similares a bisontes recorrían las planicies en gigantescas manadas y miles de aves de diferentes especies surcaban los cielos, haciendo formas extrañas e hipnóticas.

¿Cómo era posible tanta vida y tanta abundancia? ¿Cómo no lo vieron antes? Las naves aterrizaron en medio de ese oasis verde y los primeros equipos tácticos descendieron de inmediato, preparados para todo. Llevaban las armas en ristre e iban equipados con trajes especiales, diseñados para protegerlos de los elementos, pero, bajo ese cielo diáfano y brillante, ¿de qué debían protegerse? La confusión se mezclaba con la maravilla y la esperanza creció con más fuerza dentro de las almas de todos los sobrevivientes. Si ese paraíso verde y hermoso iba a ser su nuevo hogar, la raza humana estaba salvada y ya no tenían nada que temer. Era un nuevo comienzo, el inicio de una vida mejor. Ante la nula amenaza que parecían representar la flora y la fauna local, los encargados dieron su permiso para que los tripulantes civiles descendieran de las naves y se unieran a los cuerpos de exploración. Hombres, mujeres y niños, dejaron las naves con los ojos asombrados y el corazón alborozado. Los árboles inmensos y fragantes los envolvieron con su aroma y los animales los observaban desde lejos, curiosos. Todo parecía tan maravilloso… 

Y entonces, la burbuja se rompió. 

Primero fue uno. Un ser enorme, de al menos doce metros de alto y brazos tan largos como su cuerpo apareció entre los árboles y se acercó a las naves, balanceando sus brazos al andar. Tenía la piel de un tenue color azulado y se quedó ahí, de pie, estudiándolos con sus ojos dorados e inteligentes que parecían escanearlos uno a uno. No mostró señales de agresión, pero su presencia fue suficiente para inspirar el miedo en todos los presentes. Los soldados lo apuntaron con sus armas, mientras que los tripulantes civiles huyeron aterrados de regreso a las naves sólo para encontrarse con otros seres iguales que los rodeaban, silenciosos y quietos como estatuas, impidiéndoles todo escape. 

—¿Quiénes son ustedes? ¿Qué quieren de nosotros? —preguntó uno de los soldados, a la desesperada, sin saber si recibiría respuesta o no. 

—Han roto el velo de la atmósfera. Han revelado el secreto. Los intrusos deben ser eliminados —replicó una voz extraña y aguda dentro de la cabeza de los tripulantes que vieron sus esperanzas rotas en pedazos—. Protocolo de eliminación 11-X903 activado. Iniciando…

Fue apenas un destello de luz y todos los seres humanos sobrevivientes de la hecatombe terrestre cayeron al piso al unísono, sin vida, extinguiendo así, en un parpadeo, cientos de miles de años de evolución y desarrollo, de creación y de orgullo, de felicidad y tristeza. La atmósfera se cerró lentamente y el velo volvió a caer sobre Ganímedes, mostrando a quien estuviese viendo, imágenes de fría desolación diseñadas para mantener a los intrusos alejados de su dorado paraíso. 

Atenea 9

Por Raziel L. Castillo

«Lo desconocido nos llama la atención, pero apenas asomamos la cabeza no podemos evitar repudiar. ¿Acaso no es esa una señal de que no somos suficientes para el universo?».

Mi antiguo compañero del colegio, un tipo pesimista y sin aspiraciones, dijo una vez que la humanidad no estaba hecha para conocer lo que hay más allá de nuestro mundo, que nada bueno saldría de explorar el universo a nuestro antojo, que no estábamos hechos para la inmensidad del cosmos. No tardé en reclamarle que era un pendejo por hacer semejante comentario, luego de eso, cambiamos el tema. Sus palabras quedaron impregnadas en mi mente, no porque me trajeran crisis existenciales ni nada por el estilo, sino que me parecían ridículas hasta el llanto de risa. El ser humano tampoco estaba hecho para volar hasta que unos pocos se arriesgaron. Todo era cuestión de ambición, algo que nos sobraba como especie.

A pesar de no mantener el contacto tras la graduación, imaginé su consternación cuando anunciaron el primer lanzamiento tripulado al planeta rojo. Para mi gusto personal, sería transmitido en vivo. Me preparé con mi familia en la sala durante ese día especial, teníamos aperitivos y todo para celebrar nuestra ascensión. Mi hermano menor, un fiel entusiasta por la exploración espacial, se sentó a poco menos de un metro del televisor apenas el espectáculo comenzó. Todos estábamos muy emocionados, pero el niño parecía no caber en sí mismo. Disfrutamos cómo los tripulantes de la Atenea 9 comentaban su entusiasmo a los millones de espectadores. A pesar de que muchos tendrían una experiencia individual, no podía evitar comparar la euforia del momento con un gran final mundialista de fútbol o el concierto más impresionante de todos. Era algo que, simplemente, nos conectaba como especie, nos daba esperanza de un futuro progresista.

Y los humanos llegaron a Marte, la nave aterrizó con una belleza casi inefable. El mundo gritó al unísono. Nuestra ambición superó cualquier obstáculo, como siempre debe ser. Volví a pensar en ese compañero, ¿qué ha de sentir ahora? Vimos cómo los astronautas bajaban de la nave y comentaban el panorama, nos entretuvieron con la gravedad tan diferente a la nuestra. Mi hermano seguía siendo el más embelesado, quería saltar de la emoción; y nos reímos por su ternura natural. Pensé, muy soberbiamente, que sería el comienzo de una gloria más grande, que la humanidad dominaría por sobre todas las cosas. Dimos el primer paso al llegar a la Luna, hoy avanzamos en conquistar Marte.

La astronauta Eliza Humboldt Prado fue la encargada de instalar la bandera a unos metros de la nave. No era la de Estados Unidos, ni la de ninguna otra potencia, ese pedazo de tela representaba el mundo entero sin distinción alguna. Fue utópico, me llenó de una simpatía tan grande que apenas puedo describirla. Entonces, el suelo donde estaban parados los astronautas empezó a hundirse sin darles tiempo de abandonar. Un agujero se los tragó sin piedad, no nos dio chance de asimilarlo por completo. Los micrófonos siguieron transmitiendo sus gritos desesperados y los golpes que recibían. La cámara dejó de pasar video, lo más probable es que se dañó en la caída, pero las líneas de audio pronto quedaron saturas al captar algo semejante a chasquidos guturales. Los gritos nos pusieron en alerta y nos revolvió el estómago hasta que pronto golpeó el silencio. La transmisión fue cortada.

Comprendí lo que quiso decir mi compañero en aquel entonces, pues ninguno de los seis tripulantes de la Atenea 9 regresó a casa tras semanas de intentos de comunicación fallidos.

El gato de Abel

Linnet Molina Arias 

Cuando Abel murió, casi morimos con él. La leucemia lo fue secando poco a poco y yo no tenía espacio para mí, mucho menos, para el gato. Los dolores de Abel se aliviaban, a veces, con Morfina, el mío me tuvo hasta la semana pasada debajo de la sábana en el cuarto. Parece que Fito también lo extrañaba. Abel lo trajo cuando aún no tenía tiempo para el destete; lo encontró en un parque, lleno de fango y con hambre. Lo amamantamos lo mejor que pudimos y se volvió un gato precioso, gris, con una cola copiosa y larga. Yo no sé mucho de gatos, la verdad, ni me gustaban, pero había que salvarlo y cuando ya estuvo sano, Abel me miró suplicante con aquellos ojos medio amarillos y esa luz peculiar e hipnótica, que no tuve más remedio que aceptar a Fito. En poco tiempo ya me había encariñado, pero por más que me esforcé Fito eligió a Abel. Era un amor descomunal, sin duda, los animales tienen sentimientos. Fito lo reconocía como su salvador.

Desde que Abel se fue, el gato quiso dormir acurrucado en la almohada de su dueño. Yo lo acepté porque necesitaba rellenar ese espacio, tampoco tenía ánimos para enfrentarme a nada, ni siquiera al gato. Ha pasado un año desde esto y hace tres días vino la madre de Abel a buscar algunas pertenencias de su hijo. Le di unas camisas y algunas fotos, no pienso deshacerme de nada más, tuve que pelear por algunos objetos. Ella quería llevarse a Fito, con el argumento de que yo no estoy en condiciones de atenderme a mí misma y que el gato está flaco, pero fui inclaudicable y rotunda: «Espera a la semana que viene a ver si ya estoy muerta, sólo así dejaré que te lo lleves, si Fito está flaco es de tristeza, no de hambre. A menos que quieras matarnos a los dos”. El gato estaba acostado en una esquina del sofá, como si escuchara la conversación. Hacía tiempo no tenía ningún gesto de afecto para mí, pero rozó su cuerpo entre mis piernas. Entendí que me apoyaba. Los animales también tienen su lenguaje.

Cuando cerré la puerta, Fito no era el mismo, ya no lo era desde que nos quedamos solos, pero estaba extraño. Maullaba todo el tiempo, intenté calmarlo con algo de comida, lo acosté en mi regazo para acariciarlo, lo consolé como a un doliente, pero no se callaba. Me sacó de la cama, tuve que llevarlo al veterinario. » Tú no te puedes ir con él, no me dejes sola, coño. ¡Abel! No te lo lleves, no me dejes sola». El veterinario sólo lo encontró un poco flaco. Dejó de maullar y me fui a dormir temprano. Otra vez, bajo la sábana y Fito en la almohada, rostro con rostro. Lo miré extraviada, vi sus ojos amarillos y aquella luz peculiar e hipnótica. 

Empiezo a trabajar el lunes, la casa está limpia otra vez, y Abel sigue durmiendo en la almohada, meciendo su cola gris en mi abdomen.

El hombre entre las estrellas

Camilo Amaya

—Existe un dato curioso sobre las arañas de Marte —dijo Ziggy Stardust a Major Tom mientras lamía una podrida manzana roja.

—¿Cuál? —Major Tom lo miró desconcertado—. ¿Qué son gigantes, horribles y en vez de ocho patas tienen doce?

Ziggy Stardust rió estruendosamente, haciendo que el «bote de hojalata» la nave espacial de Major Tom, se desestabilizara en alguna, recóndita pero no por eso menos familiar, galaxia.

—No, viejo amigo. El dato curioso es que aman el corazón de los humanos, es algo como mi amor a tus manzanas rojas.

—¿Sabes que estás comiendo gusanos? 

—Lo sé, por eso me gustan tanto.

Ziggy dio por finalizada la conversación tirando lo que quedaba de manzana y dándose vuelta.

—Adiós, Tom. Hasta la próxima galaxia. 

Se despidió con el símbolo de paz mientras una luz púrpura se intensificaba en la puerta del «bote de hojalata».Major Tom estaba a un par de metros, porque, a pesar, de ser “amigos” le temía, especialmente, cuando reía y sus filosos dientes quedaban al descubierto.

—¡Espera! ¡Espera! —Ziggy seguía con su camino hacia la puerta que estaba abriéndose de a poco—. No entiendo por qué quieres ir a la Tierra, es un planeta pequeño, su tecnología está atrasada, los humanos son una especie extraña… El sonido de un chasquido se propagó por toda la nave espacial.

—¡Ding! Acabas de responderte, hablaste tanto de la Tierra y los humanos, de su extraña ambición y su sed de poder, pero también de su bondad y su amor, ¿el amor es como lo describes? Necesito saberlo, necesito conocerlos. Y sí, me aburriré de ellos en algún punto, sabes bien lo que eso significa. —El silencio espacial se hizo presente, un sepulcral silencio que el mismo Ziggy interrumpió—. Puedes culparte por hablarme sobre ellos, pero no lo lamentes, ya no hay nada que puedas hacer. 

La puerta se abrió por completo y Ziggy salió directo a su nave espacial. Major Tom, con la valentía suficiente corrió a detener al gran Ziggy Stardust, demasiado tarde. Su nave ya había arrancado. Con nada que perder, más que su vida y la de millones de terrestres que desconocían la amenaza de Ziggy, Tom tomó su empolvado traje de astronauta, se vistió con una habilidad impecable. El estar bajo presión, con la adrenalina agitándose en el pecho y el sudor en su frente le recordó a sus días en la Tierra, antes de su viaje cósmico. Al terminar de ponerse su traje, Tom encendió su antiguo intercomunicador. Hace años no lo usaba y su propósito era, exclusivamente, para hablar con un humano, un amigo que el mismo tiempo se había encargado de olvidar, Mr. David Bowie. Al intentar comunicarse, fallidamente, Tom se dio por vencido, no sin antes dejar un mensaje, pretendiendo que en algún momento lo escuchará.

—Mr. Bowie, la última vez no respondí su pregunta. Sí, sí hay vida en Marte. No sólo eso, el Starman por el que tanto temí, se dirige a la Tierra ahora mismo y lamento decirle, pero no son muy buenas noticias. 

Las palabras se le bloquearon, su terror iba creciendo. Al final terminó el mensaje:

—Lo detendré, Mr. Bowie, no se preocupe, tuve una buena vida aquí en el espacio, fue toda una aventura, a moonage daydream. 

El mítico Major Tom arrancó su bote de hojalata, se sentó a conducir, de un cajón sacó un radio al que los años no afectaron, lo encendió, sonaba The Man Who Sold The World, de repente y sin aviso, alguno la nave como si de magia se tratase aumentó su velocidad. Voy diez veces más rápido pensó Tom y sonrió. Nadie supo cómo, ningún ser vivo en la Tierra supo del peligro. Nadie supo cómo, ni David Bowie. Sí, David Bowie me contó esta historia mucho antes de morir, arrepentido por haberse perdido aquel momento con su amigo. Nadie supo cómo, pero alguna vez la tierra fue salvada por Major Tom.

Microsurcos

Christian Piedra Berchelt

We had five years left to cry in…

Contemplas la montaña sin evitar un leve mareo. Crees ver su cima, pero te equivocas: es sólo el límite de tu visión. No tardas en darte cuenta de las montañas que hay hacia cualquier lado al que miras. Te sientes amenazado, el brillo y la oscuridad que despiden hacen que recuerdes la obsidiana y lo peligrosa que puede ser cuando se rompe. Pero eso no impide que te acerques, hay una voluntad en ti que jamás seré capaz de controlar y tampoco tengo intención de hacerlo. Alcanzas a ver tu reflejo. Las montañas están tan pulidas que te regresan la imagen de un ser alto y pelirrojo de pupilas desiguales. De pronto, sabes tu nombre, lo murmuras y luego lo aprehendes al sentir que se te escapa. Zi-ggy. Lo dices una y otra vez frente a tu reflejo y, de tanto repetirlo, te invade una serie de imágenes anteriores: una atmósfera roja, una radio, un cigarrillo, un gato y una multitud en éxtasis. En medio de todo eso ves tu cadáver y a la misma multitud luchando por tener cada prenda que llegaste a usar.

Entonces lo recuerdas: tu viaje, tus métodos y tus canciones de rock. Comprendes que, por fin, pasaron los Cinco Años y que tu misión ha fallado junto con todos los mensajes de advertencia, amor y excesos. Crees que no has podido salvar a la Tierra. Piensas que más allá de las montañas ya no existe nadie que recuerde tu nombre ni tu forma tan prodigiosa de tocar la guitarra. Has fracasado, el apocalipsis los alcanzó y tu música no pudo impedirlo. Fallaste, pero no sabes a quién tendrás que responderle, o eso crees, porque hay algo dentro de ti que sí lo sabe, algo oculto luchando contra la negación de tus recuerdos e impulsado por esa problemática voluntad que no recuerdo haberte conferido. Lo sabes, pero quieres alejar esa certeza, darle la vuelta y volver a la simple contemplación de las montañas. Te quedarías viéndolas hasta olvidar de nuevo que están ahí para sorprenderte, otra vez, por su gran tamaño, pero te persigue la idea de rastrear tus pasos antes de aceptar la misión que fallaste. Dudas de si quiera haberla aceptado.

Te preguntas si ya fuiste juzgado, si tal vez esas montañas son los barrotes de tu prisión, así que vuelves a acercarte a ellas buscando respuestas y te encuentras, de nuevo, con tu reflejo. Presientes que hay una explicación ahí, pero no estás seguro de eso. Acercas tu rostro y pones atención a tus ojos. Dentro de ellos notas algo y te toma tiempo articularlo en tu mente: me ves a través de tus pupilas. Sabes que te he creado a mi imagen y semejanza. Sigues explorando esa otra mirada. Alcanzas a ver un poco de lo que yo percibo y entiendes que, para mí, esas montañas que te rodean no son más que microsurcos, fragmentos de PVC apenas perceptibles de un vinilo que descansa en un estante. Entiendes lo pequeño que eres y que si estás atrapado en un disco antiguo es porque así yo lo decidí.

No dejas de mirarme y ahora me escuchas. Accedes a las maneras por las que te he llamado: alter ego, marciano, Starman, mi personalidad escindida, extraterrestre bisexual y andrógino perdido en sus propias ambiciones. Pero tú vas más allá, escuchas más a fondo, pones atención a mis dolores, a los medicamentos y a los pasos lentos que doy hacia la gran Blackstar mientras tú permaneces en las cordilleras plásticas. Sabes que cuando llegue a esa estrella dejarás de oírme, pero sientes que jamás cruzarás las montañas para llegar al mismo lugar que yo. Eres un inmortal sosteniendo la memoria de un músico que pronto morirá.

Te preguntas por qué no decidí enviarte a otro lugar o, simplemente, dejarte muerto y lo asocias con una crueldad divina e irracional. No alcanzas a ver que, cuando dejes de escucharme, la misión verdadera habrá comenzado y esas montañas ya no podrán detenerte. Pero tú no lo sabes, así que sientes asco de la eternidad a la que te enfrentas y prefieres hacer uso del mínimo atisbo de albedrío que posees. Prefieres sorprenderte de nuevo, olvidar hasta que todo se vuelva blanco y luego mirar a tu alrededor para descubrir una ilusión del infinito. Respiras, cierras los ojos y comienzas a borrarlo todo. 

Abres los ojos con la sensación de algo perdido. Entonces miras a tu alrededor buscando una respuesta. Hay algo frente a ti que va hacia arriba y no se detiene, así que contemplas la montaña sin evitar un leve mareo. 

Aún ignoras que los Cinco Años están a punto de comenzar.

El pequeño David Bowie

Arturo Aguilar

Dicen que todo fue a partir del Big Bang y de ahí, con la fusión de gases, metales y etcétera, pero el pequeño David Bowie recorría un espacio fuera del espacio, un lugar que aún no tenía lugar. Él, antes y después de la gran explosión, ya surcaba el tejido espacio temporal viendo cosas que nadie más podrá mirar, mínimo no en el plano físico que conocemos. Tenía mucho tiempo viajando, había pasado ya por una parte del universo que asemejaba a una telaraña, había visto cuerpos más grandes que el astro rey de su galaxia, había visto cosas que invadirán de horror cósmico y de una brutal sensación de vacío espacial al más valiente.

Dentro de las fuerzas de gravedad de los astros, que a ratos lo atraían, del brillo de las estrellas, la imponencia de los agujeros negros que llegó a ver, las tormentas espaciales que presenció, los cientos de anillos con los que casi chocaba, había algo que no encajaba, algo que lo intrigaba y que su instinto lo hacía seguir. ¿Era un susurro? ¿En el espacio? Imposible, ¿una sonda? ¿Una señal? Quién sabe. Eran palabras sueltas, un sonido armónico, bello, relajante, estético. El pequeño David Bowie seguía y sólo se detenía, de vez en vez, por un momento, a contemplar lo maravilloso del universo. Algo lo sacó de su pasmo cuando miraba embelesado un extraño planeta con muchos anillos a su derredor.

Ground control to major Tom
Ground control to major Tom
Take your protein pills
And put your helmet on

¿Qué había sido eso? ¿Qué significaba? ¡Tenía que averiguarlo! Avanzó y avanzó, pero, ¿tenía sentido? Si el cosmos no tenía límite, ¿a dónde iba? ¿Y si sí había límite? El pequeño David Bowie hizo un puchero. No volvió a escuchar más, sólo palabras sueltas que no le decían nada porque, para empezar, ni siquiera sabía qué escuchaba, sólo sabía que sentía placer al escuchar, ¿pero cómo oía si en el espacio no hay ondas donde viaje el sonido? Venía de su casco, venía de su traje, ¿y si venía de su cabeza? Poco a poco iba saliendo de su estado originario de ignorancia y las dudas llegaban.

And may God’s love be with you

¡Ahí estaba otra vez! 

And I think my spaceship knows which way to go

Y avanzó.

Ground control to major Tom
Your circuit’s dead
There’s something wrong
Can you hear me, major Tom?
Can you hear me, major Tom?
Can you hear me, major Tom?
Can you…?

Se movía de un lado a otro, como estrujado, algo iba mal, sentía como si volara, ¡aún estando volando! Turbulencia, apretones, caricias, besos, ¿qué estaba pasando? Segundos después volvió la estabilidad y, de repente, como en el Génesis, se hizo la luz y el universo oscuro se desvaneció para mostrar mucha luz y una figura humanoide a cuadros que esbozaba cosas ininteligibles. Se asustó, pero se sintió a salvo. Su mirada empezó a cubrirse con un manto que bajaba y oscurecía todo otra vez para volver feliz a su odisea espacial.

Y en otro mundo, mejor dicho, en otra realidad, una donde no había oscuridad sino luz eléctrica, no había planetas sino un cuarto con una cuna dentro y encima una sonaja pegada a la cuna que replicaba el sistema solar y más juguetes infantiles, un hombre como de treinta años cerraba despacio la puerta y caminaba por un pasillo hasta llegar a otro cuarto donde había una televisión, tres sillones, una mesita, una mujer sentada en un sillón y en el fondo una canción que llevaba por nombre Space Oddity. Sentado, el hombre preguntó:

—¿Crees que sueñe mi pequeño David Tomás, así de chiquito?

—Quién sabe, amor —responde la mujer—. A lo mejor sueña que anda en el espacio con tanta canción que le pones de David Bowie. —Rió—. Es otro David Bowie.

Una relación escrita en las estrellas

Andrei Velit

Pasadas las diez de la noche, oyes golpetear la puerta de tu habitación. Te encuentras apesadumbrado, medianamente paranoico, haces como si no oyeras, pero en tu interior un universo colisiona. Reanudas los dibujos en tu bloc, ¿qué tipo de vida inventarás esta vez? No, sólo lo haces para disimular el nerviosismo. Siguen llamando a la puerta mientras tu cuerpo te retiene como una cárcel que creó para salvaguardarte. 

—David, somos nosotros, tus invitados. —Oyes decir al otro lado de la puerta. Es hora entonces de liberar al astronauta aprisionado y dejar que despegue. 

—Descuida, abriré yo. —Se anticipa Tony Visconti saliendo del baño. Claro, llamaste por la mañana a tu productor con un único fin: “John Lennon vendrá a mi suite en el hotel esta noche y sería grandioso si pudieras estar ahí, y mediar la reunión entre nosotros”. Se te iba a ser complicado lidiar a solas con la genialidad de John tanto como con la tuya. 

El ex-Beatle entra y se abre paso junto a May Pang, su compañera, por lo cual, la intriga que te genera tenerlo tan cerca se superpone a tu piel. Sentado, como el eterno hermano menor, concluyes tu dibujo de una estación de tren y, al levantar la vista, lo contemplas: la gran personalidad, la estrella rutilante, el hacedor de sinfonías inmortales. Se sienta a tu lado y te pide que le compartas parte de tu bloc: —Dibujemos juntos —te dice, desbaratando la distancia, vaporizando el futuro hielo que no tuvo la oportunidad de congelarse. Ves en él, a Terry Burns, tu hermano mayor, y piensas en la fortuita hermandad de los genios: o se repelen o se abrazan; no hay punto medio.

Lennon dibuja caricaturas de tu rostro; tú haces lo mismo con él. Ambos ríen extasiados por la naturalidad del encuentro. La charla se extiende sobre la razón de ser de los dos: la música y el poder innato de sus creadores. Tenías miedo, lo admites, antes ya lo habías visto. Fue en la fiesta que organizó Elizabeth Taylor hace un año atrás. Para ese entonces ya reconocías su brillantez e ingenio y habías oído cada una de sus canciones elevándolo a ese pedestal reservado sólo para dioses musicales. —Me gusta el glam, sí, pero me parece un rock and roll con pintalabios.  —Fue su respuesta cuando le preguntaste su opinión sobre el glam rock que practicabas. No te pareció descortés, pero el filo del ambiente parecía cortante. No importaba, la imagen del ídolo seguiría latente y hoy, en esta suite de Nueva York, destila complicidad con unos ojos ratonescos, tras los inmensos vidrios de sus lentes. Luego, todo fluye como el LSD y la psicodelia de una noche febril de verano, cogen sus guitarras y desarman el mundo con cada nota. 

Una semana después invitas a John al Electric Lady Studios a tocar un cover de “Across the Universe”, la canción que más te impacta de The Beatles. Sin embargo, la inequívoca amistad que formaste no se limita a solo un cover, sino para alentar un nuevo nacimiento; una experimentación entre sus sombras y las tuyas, entre tu luz y su luz. El mundo merece escucharlos al unísono y estar seguro de que sólo el arte lo salvará del caos. Los ritmos se sobreponen como gigantescas olas en el mar, la inspiración se rinde advirtiéndote superior a ella, los riffs del guitarrista Carlos Alomar se unen al espectáculo, y John no deja de ser él: la leyenda que antecedió tu leyenda.

***

Entre los tres crearon “Fame”, tu primer hit número uno en el ranking Billboard en los Estados Unidos de América. John fue la energía, la inspiración. Y tú, artista camaleónico, tocado por el genio del talento, ¿sospechaste que las estrellas fueron las hojas donde escribiste la canción?

Canción pérdida en faldas de un volcán

Tañe a la hora su estruendo, 

tañe en humaredas telas su tambor terrible 

y empieza su alabanza, su desnudez, 

monte negro, vigilante y cruel.

¿Qué hora? ¿Qué seña dio por presagio nuestro fin?

No teme que la carne lo detenga, 

no teme la hora precisa.

Silencioso al tiempo en que te adoraban,

luego gran fibrilación de entrañas sin futuro,

cual risco y polvareda, cual mudez intacta y chasqueante

el canto hace ronquido y destrucción 

cuando al punto más cercano

la luna se desploma hecha cenizas 

sobre nuestro imperturbable imperio.

Boca abierta a la profanidad, 

sulfuro en tierra despeñado.

Monte destinado a la traición 

de tus vasallos, negro ojo y furia incontenible, 

salen tus hijos a comernos 

en plena distracción pues, 

majestuosa providencia,

una vez tuvimos cielo azul 

y hoy, cayendo pieza por pieza

nos guarda el secreto del pasado entre su fuego. 

¿A dónde iremos a cubrirnos? 

La roca enseña tus entrañas

en el negro abrazo de los desesperados, 

el cielo azul cae pieza a pieza

como saliva de chacal hambriento 

que pronuncia en lenguas guturales.

¿A dónde iremos a encontrarnos?

No habrá nunca más placer en nuestro suelo,

porque hundida, porque gritándonos,

nos quiere decir algo apenas entendible

así que ¿dónde? ¿Dónde?

Hambre voraz es de la tierra, 

hijo tú y tu demonio padre, 

salen a comer, salen a saciar su sed 

de cuerpos con clamor

y aquí se clama por un sello, aquí que grita, 

¡habremos de borrar el rostro sobre el agua!

¡habremos de hacer en nuestro humo una escalera!

¡habremos de callar esta agonía!

No tenemos casa, nuestro hogar en la montaña, 

la rueda, el pozo, sólo quedará un terrible rastro 

de silencio aquí tragado, en negras fumarolas 

su silbido hervor para la caza.

 

Nada más ha de quedar, 

lo demás se irá perdido entre la flama, 

pues ¿quién recogerá nuestras desgracias? 

¿Qué brazo habrá de hacernos una cuna?

El viejo abrió sus cuernos de humo, 

lanzó en su risco a la demencia, 

queda apenas el clamor, el alarido, 

y queda ver derrumbarse 

gota a gota nuestro imperio sin futuro

bajo el golpe ignorante del abismo, 

sin cobijo, sin sombra, 

perdido todo en la memoria

sin lengua ni futuro

porque nada ha de quedar en nuestra hora perdida,

ya nada habrá de versarse a la hora del recuerdo.

Dario González

Naturaleza azul

Torrencial de transparencia,

a las flores brinda un baño.

Uno que llega aledaño,

de armonía y persistencia.

Un retoño de paciencia, 

del cielo fluye insistente,

felicidad eminente.

Cuando la lluvia se entona

del cielo baja una lona,

de alegría permanente.

Y adornando el firmamento,

se divisa un viejo amigo,

listo para dar abrigo;

el horizonte está atento.

El orgullo y el contento,

reciben de un arduo día,

a esa estrella melodía,

de la canción estelar.

Atardecer es brindar

una noche de armonía.

Viajeras que en su despedida

formas nuevas van brindando,

el cielo azul adornando,

fina estampa de la vida.

Listas para su salida,

la luna y miles de estrellas,

a la vez sutil: destellas.

El sol le expresa a su dama,

hoy el firmamento es gama

de las mejores doncellas.

Intenso azul tempestad

luce la lánguida noche,

un vestido sin reproche,

que adorna la humanidad

con destellos de frialdad.

Brillan fuertes las estrellas,

la luna cual sol destellas,

en el vestuario estelar

y yo aquí he de admirar,

de las noches, la más bella.

Aidalis de la Caridad Rodríguez Fis