El jardín de los recuerdos

Por José Miguel Zerpa

Cuando conocí a la señorita Nataly, ya los años habían ejercido su peso sobre ella, como consecuencia, podía verse su cabello con contornos grises que caían sobre sus hombros, así la más suave pintura al óleo y este contrastaba, perfectamente, con el color de su piel. Siempre tenía una sonrisa que reflejaba mucha alegría y, quizá,  algunas esperanzas perdidas; en su patio tenía un hermoso jardín de rosas en el que, se la podía ver a diario, antes me parecía extraña la devoción de un adulto hacia sus plantas. Las personas que pasaban cerca en horas de la mañana podían escuchar como charlaba con sus plantas y muchos juraron que algunas veces escucharon a estas responderle.

Todavía recuerdo la primera vez que mire a la señorita Nataly, aquel día acabábamos de mudarnos, yo era muy niño todavía. Mientras bajábamos las cosas del auto, ella se asomó a las rejas del portón de su casa, la saludé desde la puerta del coche levantando la mano y ella, sonriendo, levantó su mano también. Con el tiempo me volví muy cercano a ella y muchos días enteros los pasábamos hablando, tenía bastantes historias para contar y a mí me gustaba escuchar sus relatos; algunas veces, llegué a preguntarle por qué cultivaba rosas y ella siempre tenía la misma respuesta: 

   —Las rosas me ayudan a conservar mis recuerdos, las espinas me traen recuerdos malos; sus colores me recuerdan momentos felices y cuando alguna se marchita sin razón, me trae recuerdos tristes y crueles.

En aquel momento no entendí sus palabras, hoy puedo asegurar que comprendo lo que quiso decir. Recuerdo que el último día que hablamos, su rostro reflejaba una gran tristeza.

   —¿Por qué está triste? —Le pregunté creyendo que había algo que yo pudiera hacer.

   —Hijo, mi cuerpo se está debilitando y dentro de muy poco tiempo me marcharé; mi mayor preocupación es que mis queridas rosas, a las que he cuidado tanto, las que me han visto en momentos buenos y malos, al no tener quien las cuide, se marchiten. —Una lágrima cayó de su rostro, yo era muy joven y no entendía el motivo de su llanto, pero aún así intenté calmarla.

   —No llore, por favor, ya no llore. Yo cuidaré de su jardín mientras usted regresa,yo cuidare de sus rosas. —Le respondí entre sollozos.

Aquella tarde, cuando nos sentamos a hablar como de costumbre, ella miraba el horizonte, mientras el sol iluminaba su jardín, sus ojos reflejaban una gran alegría y tristeza. Esa fue la última vez que pude ver su rostro. Hace ya diez años que la señorita Nataly abandonó este mundo y yo sigo cuidando su jardín por si algún día ella regresa. En el lugar donde cayeron sus lágrimas, nació una hermosa rosa azul que, hoy en día, sigue ahí. La cuido mucho porque es uno de esos recuerdos tristes de los que ella tanto hablaba. Este es su jardín, pero también es mío, este es el jardín de los recuerdos.

Así es esto

Como estar a las dos de la mañana 

sin nada que hacer,
teniendo hasta la vida pendiente.
Es como cuando de niña
se te llenaba de enredos el cabello
y tu padre, sin el menor dejo de piedad
tomaba el cepillo más duro y te peinaba.

Cómo estornudar sin gripe,
cómo no estornudar,
cómo hacerlo con los ojos y la nariz,
pero sin la boca.
Es como el instante de encontrar la planta
bien muerta y dejarla unos días
por si acaso resucita.
Es como acostarte en una cama
que no fue tendida.
Como despertar con la lengua dolorida,
con la lengua aplastada entre los dientes,
por tu obsesión de dormir con la boca cerrada.

Tan así es esto.

Es igual a querer orinar
y encontrar el baño ocupado.
A llegar tarde y ser el primero,
y quizá, hasta el único.
Es igual a ver la puerta sin perilla,
es igual a recostarte en el árbol,
comer una hormiga, sentir el viento frío,
sentir un abrazo frío,
igual a tu cara inexpresiva de noche.
También, es igual a esa vez
que tiraste tu comida recién comprada;
o como aquella que llegaste a casa sin nada,
asustada, triste, sola,
y te recibieron malas palabras,
malos pensamientos,
y te recibieron sin recibirte.

Esto es así,
como tener los ojos tristes,
ahogados en lágrimas fantasma.
Es igual a tener una página
en blanco con una mente.
A tener dos rosas de hilo marchitas;
es como planchar una camisa que
al ponerte se vuelve a arrugar.

Como ser tratada de puta
por personas que ni saben tu nombre.
Como postergar el trabajo,
como no dormir para terminar
y no despertar a tiempo.
Como ser reemplazada,
sin previo aviso,
sin disculpas,
sin remordimiento,
con asquerosos intentos de consuelo
bajo las ruinas de un puente.

Es como encender el televisor
y encontrar la imagen desteñida,
en una escala de grises,
sin blanco ni negro.
Es llegar al hartazgo de ti,
de tu mentado juego,
de nunca pasar de la tierra,
de no volar tan alto como esperas
de esperarte.

Es ver pasar los días
cuál cadáver que se enfría,
pero que aún no muere
implorando una plegaria.
Viendo apostar a la vida y la muerte,
viendo las cenizas que no renacen,
y encontrarse con el alma rota,
apestando las esperanzas del difunto vecino,
agusanando la alegría (si existiera).
Fumándote el esperma de la luna,
y bebiendo agrias ilusiones.

Es como vivir la vida
en pantalla verde
siempre simulada,
siempre adulterada, eliminable.

Así es esto.

Como las cartas que guardas
de hace años, con los negativos
de recuerdos olvidados, velados
con el pasado desenfocado,
las tijeras en el bolsillo
y tú nombre en un pedazo de madera.

Como dejar que te cojan las palabras
disimuladas en su boca,
tan explícitas en su letra.
Palabras como intenciones únicas,
pero igual dejarte engañar
por ti misma y ser consciente que no lo haces,
mientras levitas en la indecisión
de decir algo ya sabido mientras
te niegas a encarar la despedida.

Es saber qué ha pasado un año,
el primero de muchos,
porque sabes que lo serán,
por cobarde, por un complejo autodestructivo.

Es ya no poder emocionarte,
cuando una pequeña chispa
se ilumina oscureciendo el escenario,
y preguntarte: ¿qué caso tiene
volver a dónde no te esperan?

Es andar en la misma línea,
en la misma habitación, con los pies helados
riendo a carcajadas con la boca,
y el corazón nadando entre lágrimas,
mientras te niegas a parar.

Así es esto de quererte,
y gastar las tardes,
con sus minutos y segundos,
contemplando las opciones inexistentes.

Fénix Figueroa

Una carta a la muerte

Por Juan Alberto Guascas

Señora muerte:

Por años enteros, me hice la idea que su presencia era la de un demonio indolente que arrebataba, con desdén, aquello que uno tanto quería, de formas tan crueles que hacían que, el sólo nombrarla a usted se helara la sangre y el frío calara los huesos pidiendo que nunca más volviera a aparecer en esta vida. Por mucho tiempo, temía a su presencia que ronda todos y cada uno de los lugares del vasto y pequeño mundo, esperando la hora de llevarse consigo la vida de alguien a quien no le queda más que un aliento, incluso, llevándose de sorpresa a muchos que no tenían planeado conocerla tan pronto. Me aterraba la idea enraizada en mi mente, que todo iba a ser arrebatado por su fría y despiadada mano para hacer sufrir a quienes, por algún motivo, no les ha tocado conocerla aún. Cuando su presencia llegó sin que la pudiera ver, pero sí sentir el dolor que dejó al llevarse a varios de mis seres queridos, hizo que mi desdén y mi miedo crecieran aún más aquel dolor cruel que trataba de limpiar con lágrimas y llanto, pero que no pude apartar de mí por tanto tiempo. 

Anhelaba, encarecidamente, con el alma que su endemoniada existencia desapareciera sin dejar rastro, para que nunca más llegara a atormentarme, llevándose a alguien cercano a mí. Sin embargo, al crecer, comprendo que cada uno de esos pensamientos no eran más que los nacidos de sentimientos de alguien con miedo a perder todo cuanto ama. Ahora, con el tiempo que ha pasado, con las lágrimas que he derramado, el dolor que he sentido, con las lecciones que me ha dado y con la fuerza que me ha obligado a tener, veo, con agrado, que aquella muerte que tanto temía, no era un demonio. Por el contrario, creo que la perspectiva ha cambiado rotundamente, tanto, que ahora figura ser una hermosa dama, una bella dama blanca, más hermosa que los lirios que da la naturaleza. Comprendo que es usted un dulce respiro para aquellas almas que ya han cumplido con su cometido en este mundo y, aunque, algunas veces pareciera que su llegada es inesperada, siempre estará para cumplir con su misión. 

Señora muerte, bella dama blanca, a pesar del dolor que causa su presencia, ahora entiendo que es necesaria para crecer, para ser fuerte y sobre todo, para aprender a vivir, porque el día en que su helada y tierna mano venga por mi alma, espero recibirla con felicidad sabiendo que la muerte me ha hecho apreciar más la vida. 

La voz

Del puño tutelar, un dedo prófugo
de color esquelético y proceder cadavérico,
acaricia el rostro comburente de la ira,
se deleita de crepitantes vituperios
y culmina en evanescencias orgásmicas
de gemido gris.

Fumo el silencio enardecido…
la oscuridad pronuncia mi nombre…
escucho la marea frente al acantilado…
El lobo depreda al pez acorralado;
aullido sanguinario,
destazo atroz de lozano
texto, hendido por el colmillo 
cruento, punzante que resquema
concepto; espectral silueta que manifiesta
un álgido contorno de luna,
navaja que vierte el asesino
en el vaso de vino venal transido.

En el ocaso del sol herido tras ido,
el asesino vierte el colmillo en el hendido
cuello. Vampírico acto,
dantesco advenimiento,
en el infierno resuena infame poesía;
soy la voz que al paranoico mentía.

Orquesto, en compases adosados, 
crueles susurros de vivaz cercanía
y contemplo de invidente la agonía.
Cincelo memorias de tortura,
dedico una sublime letanía
a fatal, selecta compañía.

Conozco, del abismo, la hondura
y sé que las sombras artífices claman,
cuando los altivos claudican
y los orgullosos me imitan.
Soy el fantasma oculto en la letra
que escribe al tiempo que lees.
Interrogo al espejo,
torna una palabra,
una mirada de póstumas cicatrices,
una herida de pestañas mordaces,
un cadáver de vivas sensaciones,
un esqueleto de muertas palpitaciones;
en el cementerio, lápidas vulnerables,
tan castigadas por la Muerte,
que las abandona a su suerte.

Soy de la pena térrea el consuelo.
Soy el horror dichoso del cielo
y el hedor que desprende la carne expuesta
y el reloj que comprende la brecha dispuesta
sobre el occiso en tétrico ángulo
de cara a la cámara descompuesta
por el sórdido atractivo del pómulo.

La esperanza exilia a éstos cuerpos perdidos;
soy el volcán de, cuya lava ,son revestidos,
pero se trata de una lava silente,
de un eruptivo silencio,
expelido por inhumanas sutilezas,
relegado a llamas umbrosas.

Demente con tacto, metáforas insanas.
De mente contacto, ¿callas o llamas?
Soy la misericordia del condenado,
a quien el injusto existir ha enjuiciado.

Frente a mí, la efigie 
desollada llora la hora humillada.
La contraportada cierro descreída
en un rapto de liderazgo suicida. 

César Lontananza

La oscuridad de su rostro

Sylvette Cabrera Nieves

Vi a Lorena derrumbada, herida de muerte con un balazo en el corazón; el estallido, similar a un relámpago. Ante el hecho, no sentí ni la exigua compasión por ella. ¡Jodida bestia! Así me considero, tal vez, un demonio, no lo sé, de cierto. Reconozco que frente al espejo veo el reflejo de la oscuridad, a un ente con uñas de bruja, colmillos ensangrentados y alas de cuervo. Como un engendro del infierno y, donde la vida gira y gira por dentro como un torbellino que va consumiendo todo, insaciable, como algo abominable que crece en este interior, pero que no pienso pronunciar su nombre porque es darle más voz, poder y un cuerpo al hacerlo. Intuyo que es lo que más anhela de mí. Dominarme por completo y que beba su oscuridad. 

Observo salir a muchos compañeros de Lorena, corriendo de un lado para otro en gran confusión, desencajados. Se formó un tumulto cuando los curiosos comenzaban a dejarse notar y varias mujeres gritaban, mientras que uno de aquellos compañeros, de la prestigiosa fraternidad, intentaba darle ayuda, pero era fútil. Lorena sólo podía ir a la morgue, de allí hasta la funeraria y, finalmente, al cementerio. Cambié de rumbo cuando divisé a varios policías cruzarse en mi dirección. La bestia que me habita se nutre de las sombras y estaban enorgullecidas con la cara de póker que demostré a todos a mi paso. Nadie me va a entrevistarme como testigo de lo acontecido. El cuerpo policiaco comenzó a proteger el área de la escena, concentrados en el perímetro y en la cinta amarilla que se enroscaba por los contornos del crimen, marcando los alrededores donde yacía el cuerpo.

Unos segundos previos me había liberado de la Glock, con la cual, se acortó la vida de aquella indefensa víctima. Dispuse del arma arrojándola a un pantano cercano, sin que nadie me viera. Logré acceder a mi vehículo y me marché del recinto. Estuve un par de horas tomando unos tragos en una tasca, recién inaugurada, cercana a mi hogar, y al filo de la medianoche subí hasta mi alcoba atravesando la puerta posterior de la vivienda. En la cama repasé una y otra vez, mentalmente, como quien da marcha atrás a un vídeo porque, tal vez, haya perdido algún detalle de aquella vivencia de muerte. Me fijé en el traje de flores de ella y, del cual, salían como unas diminutas flechas o chispas de fuego mientras su cuerpo iba rumbo al impacto contra la grama. El hueco provocado por el ancho orificio, la imagen de la carne abierta de donde salía sin control la sangre junto a las muestras de espasmos y la rigidez del rostro ante la sorpresa de la muerte. Y la hermosura de la ingravidez del cuerpo humano y su belleza interior per se. Como las exhibiciones del pintor Fernando Vicente, Ingravitas. ¡Qué colección de arte!

Tal vez, si hubiera podido conciliar el sueño, pensaría que todo había sido un mal sueño, otra pesadilla más de tantas. Sin embargo, ya no hay nada que me dé una sola hora de sueño profundo o continuo. Es innegable la vivencia, era realidad aquella experiencia. Lo que quedaba de mi humanidad lo sabía. Que siempre estas sombras me consumen a la decimoquinta hora como un conjuro fijo y programado por manos invisibles.

Se piensa que las cosas suceden afuera, en un lugar y, sin embargo, es adentro donde, queda un camino, una ruta, un hilo de esperanza que no te ate nunca más a la maldita bestia, al monstruo y fastidia mirarse al espejo sin paisaje al otro lado. ¿Contra quién lucho?, ¿cuándo dejé de ser yo, no esto que ahora soy?, ¿a quién miento? Mientras sigue rondándome esta pregunta recordé la frase de Víctor Hugo que dice: “Los animales pertenecen a Dios. La bestialidad pertenece al hombre”. Me levanté de la cama cuando el aroma del café impregnó mi cuarto, pues casi nunca cierro la puerta de la habitación. En eso escucho a mi madre llamarme, advirtiéndome que ya tenía servida mi taza de café recién colado junto a las tostadas de siempre sobre la pequeña mesa de la cocina.

—Qué lástima esta nueva tragedia —dijo mi acongojada madre—. La muerte de otra joven a la salida de una reunión. Acabo de leerlo en el periódico, por tanto, el rotativo brinda muy pocos pormenores del crimen.

—¿ Acaso se sabe el móvil? ¿Tienen testigos? —le pregunté. 

—No, apenas comienza. Las cámaras no funcionaban bien y sólo se aprecia la oscuridad de un rostro, con una figura ambigua, y paupérrima resolución. La policía dijo que, como se encontraban en la etapa preliminar de la investigación, confían encontrar posibles videos de mejor calidad en la zona aledaña al acontecimiento. Añadieron que se trata del mismo asesino en serie por el mismo modo de operar. ¿Vienes a cenar hoy, Sam? —cuestionó enérgicamente.

—¡Vale! Te llamaré si puedo llegar a tiempo para la cena —le contesté y me fui a trabajar. 

Enseño literatura hispanoamericana y lenguas en el Instituto Universal de la capital, por los pasados diez años, y a raíz de mi divorcio, regresé a la casa materna. En breve, compraré mi apartamento en la zona más antigua de la ciudad. Con mi padre nunca me llevé bien, hasta que un día desapareció de nuestras vidas sin dejar el menor rastro o motivo. Se esfumó cual fantasma. Mi madre jamás volvió a casarse. En tanto, el destino la llevó a conocer a un hombre bueno que la quiso a su modo, habían logrado alcanzar su dosis de felicidad terrenal, ese vínculo especial, la complicidad anhelada por más de una década. Lastimosamente, una tarde, en un acto descabellado de desesperación, él se degolló frente a nosotras. Aquella escena me marcó profundamente. Fue como una daga directa al corazón ya que sentí su terrible dolor y la pérdida de la inocencia. No somos fríos por falta de sentimientos, sino por la abundancia de mil decepciones.

Veo en la muerte una válvula de escape. El futuro se vuelve a mostrar en el espejo. Sus profundos ojos avizores me acechan todo el tiempo. La penumbra me lleva más allá de las sombras y susurra que me aleje de la luz. La bestia dejó, nuevamente, su regalo de sangre, olor a pólvora y misterio. Los periódicos de forma gráfica lo confirman. “Ya es hora de retomar mi piel”, es lo que me digo, trato de vivir con ese hálito de esperanza de cambio. ¿Cómo lograrlo?, ¿cómo puede existir algo que ya murió afuera?, ¿cómo volver a salvo, dentro, de una vez por todas y para siempre?, ¿cuándo dejaré de ser como un cadáver de arena mojada?, ¿por qué me siento como una piedra en un pozo de fango? Es desconcertante. ¡Tal vez, nunca advierta la diferencia que yace dentro de las reglas del juego entre la vida y la muerte! ¿Acaso nunca aprendiste nada, Samanta? Durante los pasados años, me grita a todo pulmón el azogue del espejo. Quizá, tu propia voz es responsable, eres una mujer a quien han dominado las sombras como una segunda epidermis y no puedes escapar de ellas. Advierto la contestación al dilema. Entonces, ¿por qué se extrañan que sea un monstruo?

Esperanza

Por Génesis García

El día que se descubrió que el centro de la Tierra había aumentado su temperatura en un 300% fue el día en el que todos supieron que la única esperanza era huir. La corteza terrestre comenzó a desplazarse debido a la licuefacción del manto y grandes terremotos y tsunamis sacudieron al planeta, acabando con millones de vidas y amenazando con extinguir a la raza humana. Los gobiernos se organizaron rápidamente y trabajaron en conjunto, como nunca antes, para evacuar a los sobrevivientes. Las naves, bautizadas como “arcas”, estaban programadas para llevar a los últimos remanentes de la raza humana en dirección a Ganímedes, el más grande de los satélites de Júpiter. Por muchos años se pensó que ningún planeta ni planetoide dentro del sistema solar poseían las características necesarias para albergar la vida, pero, ante la magnitud de la emergencia, los científicos acordaron que la composición de Ganímedes, su campo magnético natural y la presencia de agua líquida sobre su superficie tendrían que bastar. 

Ganímedes se encontraba a una distancia de 628 millones de kilómetros de la Tierra y el viaje tomó ocho años. Durante todo ese tiempo, los colonos estuvieron en un estado de hipersueño que les permitió realizar la travesía sin inconvenientes. Por una parte, los expertos desconocían los efectos que un viaje tan largo en el espacio podía tener en distintos tipos de cuerpos, complexiones y edades. Por años, los astronautas que viajaron, efectivamente, al espacio cumplieron con estrictos estándares de salud que, simplemente, no podían aplicarse a todos los sobrevivientes. Muchos de los colonos eran personas mayores o niños pequeños, por lo que no se tenían datos que indicaran cómo reaccionarían a la gravedad cero o a los cambios de presión. Las autoridades querían asegurar la supervivencia de la mayor cantidad de gente y, por eso consideraron que el hipersueño era la mejor opción. 

Por otro lado, existía la necesidad de mantener el orden, la disciplina y la seguridad dentro de las naves y eso sería difícil. Se sabe que la mente humana reacciona de distintas formas al encierro y la presión y no todas terminan bien, por lo que, mantener el control era vital. Y la única manera efectiva de hacerlo era manteniendo a la mayor parte de la población dormida y fuera de combate durante la mayor parte del viaje. Así, pasaron ocho años sin que los colonos lo notaran. Cuando estaban a un par de semanas de distancia, los tripulantes fueron despertados y comenzó un programa intensivo, destinado a preparar a los futuros colonos para las vicisitudes que enfrentarían en su nuevo hogar. Las imágenes satelitales mostraban su nuevo hogar como un lugar frío e inhóspito, con terrenos compuestos de silicatos y hielo, días de una semana de duración y pocas horas de luz solar. Pero, era todo lo que tenían. 

Si bien al inicio, fue todo un shock ver a los jóvenes convertidos en adultos, a los niños convertidos en adolescentes y a los bebés en niños, las personas se adecuaron rápidamente a sus nuevas condiciones y se prepararon para el aterrizaje. Estaban llenos de incertidumbre y temores, sin saber bien qué esperar, pero, la esperanza los mantenía en pie y los impulsaba mirar hacia el futuro, enterrando muy en su interior el dolor por la pérdida de su hogar. Un 24 de diciembre de 2058 la primera arca atravesó la atmósfera de Ganímedes y la imagen que apareció frente a los ojos de los tripulantes los dejó descolocados. Esperaban encontrar una tierra inhóspita y hostil, fría como el infierno… pero, en cambio, frente a ellos se extendían grandes planicies verdes, un hermoso cielo azul y una cadena de montañas doradas que brillaban bajo el sol. Enormes y extraños animales similares a bisontes recorrían las planicies en gigantescas manadas y miles de aves de diferentes especies surcaban los cielos, haciendo formas extrañas e hipnóticas.

¿Cómo era posible tanta vida y tanta abundancia? ¿Cómo no lo vieron antes? Las naves aterrizaron en medio de ese oasis verde y los primeros equipos tácticos descendieron de inmediato, preparados para todo. Llevaban las armas en ristre e iban equipados con trajes especiales, diseñados para protegerlos de los elementos, pero, bajo ese cielo diáfano y brillante, ¿de qué debían protegerse? La confusión se mezclaba con la maravilla y la esperanza creció con más fuerza dentro de las almas de todos los sobrevivientes. Si ese paraíso verde y hermoso iba a ser su nuevo hogar, la raza humana estaba salvada y ya no tenían nada que temer. Era un nuevo comienzo, el inicio de una vida mejor. Ante la nula amenaza que parecían representar la flora y la fauna local, los encargados dieron su permiso para que los tripulantes civiles descendieran de las naves y se unieran a los cuerpos de exploración. Hombres, mujeres y niños, dejaron las naves con los ojos asombrados y el corazón alborozado. Los árboles inmensos y fragantes los envolvieron con su aroma y los animales los observaban desde lejos, curiosos. Todo parecía tan maravilloso… 

Y entonces, la burbuja se rompió. 

Primero fue uno. Un ser enorme, de al menos doce metros de alto y brazos tan largos como su cuerpo apareció entre los árboles y se acercó a las naves, balanceando sus brazos al andar. Tenía la piel de un tenue color azulado y se quedó ahí, de pie, estudiándolos con sus ojos dorados e inteligentes que parecían escanearlos uno a uno. No mostró señales de agresión, pero su presencia fue suficiente para inspirar el miedo en todos los presentes. Los soldados lo apuntaron con sus armas, mientras que los tripulantes civiles huyeron aterrados de regreso a las naves sólo para encontrarse con otros seres iguales que los rodeaban, silenciosos y quietos como estatuas, impidiéndoles todo escape. 

—¿Quiénes son ustedes? ¿Qué quieren de nosotros? —preguntó uno de los soldados, a la desesperada, sin saber si recibiría respuesta o no. 

—Han roto el velo de la atmósfera. Han revelado el secreto. Los intrusos deben ser eliminados —replicó una voz extraña y aguda dentro de la cabeza de los tripulantes que vieron sus esperanzas rotas en pedazos—. Protocolo de eliminación 11-X903 activado. Iniciando…

Fue apenas un destello de luz y todos los seres humanos sobrevivientes de la hecatombe terrestre cayeron al piso al unísono, sin vida, extinguiendo así, en un parpadeo, cientos de miles de años de evolución y desarrollo, de creación y de orgullo, de felicidad y tristeza. La atmósfera se cerró lentamente y el velo volvió a caer sobre Ganímedes, mostrando a quien estuviese viendo, imágenes de fría desolación diseñadas para mantener a los intrusos alejados de su dorado paraíso. 

Atenea 9

Por Raziel L. Castillo

«Lo desconocido nos llama la atención, pero apenas asomamos la cabeza no podemos evitar repudiar. ¿Acaso no es esa una señal de que no somos suficientes para el universo?».

Mi antiguo compañero del colegio, un tipo pesimista y sin aspiraciones, dijo una vez que la humanidad no estaba hecha para conocer lo que hay más allá de nuestro mundo, que nada bueno saldría de explorar el universo a nuestro antojo, que no estábamos hechos para la inmensidad del cosmos. No tardé en reclamarle que era un pendejo por hacer semejante comentario, luego de eso, cambiamos el tema. Sus palabras quedaron impregnadas en mi mente, no porque me trajeran crisis existenciales ni nada por el estilo, sino que me parecían ridículas hasta el llanto de risa. El ser humano tampoco estaba hecho para volar hasta que unos pocos se arriesgaron. Todo era cuestión de ambición, algo que nos sobraba como especie.

A pesar de no mantener el contacto tras la graduación, imaginé su consternación cuando anunciaron el primer lanzamiento tripulado al planeta rojo. Para mi gusto personal, sería transmitido en vivo. Me preparé con mi familia en la sala durante ese día especial, teníamos aperitivos y todo para celebrar nuestra ascensión. Mi hermano menor, un fiel entusiasta por la exploración espacial, se sentó a poco menos de un metro del televisor apenas el espectáculo comenzó. Todos estábamos muy emocionados, pero el niño parecía no caber en sí mismo. Disfrutamos cómo los tripulantes de la Atenea 9 comentaban su entusiasmo a los millones de espectadores. A pesar de que muchos tendrían una experiencia individual, no podía evitar comparar la euforia del momento con un gran final mundialista de fútbol o el concierto más impresionante de todos. Era algo que, simplemente, nos conectaba como especie, nos daba esperanza de un futuro progresista.

Y los humanos llegaron a Marte, la nave aterrizó con una belleza casi inefable. El mundo gritó al unísono. Nuestra ambición superó cualquier obstáculo, como siempre debe ser. Volví a pensar en ese compañero, ¿qué ha de sentir ahora? Vimos cómo los astronautas bajaban de la nave y comentaban el panorama, nos entretuvieron con la gravedad tan diferente a la nuestra. Mi hermano seguía siendo el más embelesado, quería saltar de la emoción; y nos reímos por su ternura natural. Pensé, muy soberbiamente, que sería el comienzo de una gloria más grande, que la humanidad dominaría por sobre todas las cosas. Dimos el primer paso al llegar a la Luna, hoy avanzamos en conquistar Marte.

La astronauta Eliza Humboldt Prado fue la encargada de instalar la bandera a unos metros de la nave. No era la de Estados Unidos, ni la de ninguna otra potencia, ese pedazo de tela representaba el mundo entero sin distinción alguna. Fue utópico, me llenó de una simpatía tan grande que apenas puedo describirla. Entonces, el suelo donde estaban parados los astronautas empezó a hundirse sin darles tiempo de abandonar. Un agujero se los tragó sin piedad, no nos dio chance de asimilarlo por completo. Los micrófonos siguieron transmitiendo sus gritos desesperados y los golpes que recibían. La cámara dejó de pasar video, lo más probable es que se dañó en la caída, pero las líneas de audio pronto quedaron saturas al captar algo semejante a chasquidos guturales. Los gritos nos pusieron en alerta y nos revolvió el estómago hasta que pronto golpeó el silencio. La transmisión fue cortada.

Comprendí lo que quiso decir mi compañero en aquel entonces, pues ninguno de los seis tripulantes de la Atenea 9 regresó a casa tras semanas de intentos de comunicación fallidos.

La cámara fotográfica, mi personal bilonging

Por Omar rosa

Los hijos siempre son fuente de inspiración. Una vez, ellos aquí, sentí la necesidad de documentar cada acción, desde el largo del cabello, sus primeros pasos, su risa hasta su llanto, todo. Así fue que llegué a la primera cámara fotográfica en los años ochenta, la fui renovando mientras buscaba calidad. Me costó mucho trabajo una rusa, los rollos de  treinta y seis exposiciones y recorrer doscientos kilómetros detrás de un buen revelado e impresión. Tuve bastantes dificultades con la luz, los interiores y, los atardeceres, eran funestos para mí, hasta que logré el milagro de tener un flash. Mi nueva cámara Zenit ya era un mejor equipo. Estaba obsesionado, no me separaba de ella, e incluso, mis niños llegaron a taparse la cara: “No más fotos”. Logré buenas instantáneas, reuní las mejores veinte y las expuse en la galería. Estudié fotografía para mejorar mi técnica e impartí clases a un grupo de estudiantes interesados, hasta inicié la construcción de un cuarto oscuro; fue muy bonito, por ahí tengo un álbum de esa época. Mi hobbie era mal visto por mi familia, afectada por mis gastos, entonces llegó el período de las carencias extremas, la prioridad era poder comer.

Mis hijos eran lo primero, pero muy cerca de esa cima, estaba mi cámara, aún está ahí, la caja fuerte, sólo queda la colección de lentes y no sé cuántos aditamentos más, ¡la cámara no! Pocos sobrevivimos, fue muy difícil. Mi madre me ayudó mucho: hacía jabón, cuidaba de mis niños, siempre atenta a las vitaminas, confeccionaba ropas, su colaboración fue vital. Para mí, ella era sagrada. Anunció una visita, cosa muy rara en este tiempo, más si se tienen en cuenta lo hostil de su relación con la madre de mis hijos. Esa noche la conversación fue difícil, un tema totalmente inesperado.

—¡Toma! —Me está entregando diez dólares, una fortuna.

—¿De dónde sacaste tanto dinero?

—A casa de Raquel vienen unos extranjeros a comprar cosas de uso para revenderlas en su país, tienen una tienda de antigüedades o algo así —dijo mamá.

—¿A dónde quieres llegar?

—Le expliqué de tu cámara fotográfica y me dieron este adelanto.

Guitarra

Por Gustavo ramírez

Mi abuela siempre fue una persona acumuladora; a través de los años almacenó todo en un cuarto improvisado al que bautizó como “bodega”. Un día fui a visitarla con el propósito de echarle un vistazo a unas antiguas fotos familiares, por lo que, mi viejita y yo terminamos buceando entre el mar de cachivaches con el fin de encontrar aquellas dichosas reliquias. Me sorprendió que entre tanto cachureo hallara una antigua guitarra hecha a mano, era tan hermosa y bien conservada que no parecía haber sufrido los estragos del tiempo; lo que más me llamó la atención es que soy el único de la familia que sabe tocar aquel instrumento y por más que hice memoria, concluí con toda seguridad de que aquella belleza nunca me perteneció. Olvidé el propósito de mi visita y me dispuse a tocar, sin embargo, me decepcionó que el instrumento no fuera capaz de mantener la afinación; la guitarra no servía. Opté por tirarla en el contenedor gigante de los vecinos de la cuadra, solamente por hacer un poco de espacio en la bodega, ya que, para ser sincero, no le cabía ni un alfiler más, después me tomé un té con mi abuela y me regresé a casa con la promesa de visitarla más a menudo.

Al día siguiente, pasé a saludar a la abuela, pero ya era noche y ella se había dormido, en ese momento recordé que olvidé el asunto de las fotografías y decidí buscarlas, cuando entré a la habitación, ¡oh sorpresa! La guitarra seguía ahí, molesto pensé que ella, en su compulsión, la recogió para guardarla nuevamente. Otra vez, la tiré a la basura. Volví un par de días después, sólo por la curiosidad de saber si ella la había vuelto a recuperar, incluso, perdí el absoluto interés en las fotografías, una vez más, con un amargo sabor de boca, encontré el instrumento en la bodega. Este hecho se repitió durante meses, la tiraba y aparecía, sin embargo, mi abuela lo negaba todo, y honestamente, creí que sólo me quería tomar el pelo.

Un extraño acontecimiento se suscitó un fin de semana en el cual, mi abuela decidió salir de la ciudad para ver a una vieja amistad de la universidad, en ese momento, ya con un comportamiento obsesivo, sabía que era mi única oportunidad para deshacerme de esa vieja e inservible guitarra; corrí a su casa, la tomé y la tiré en el bote de basura de otro barrio. Pasaron los días y yo me sentía con la tranquilidad de que, finalmente, la guitarra ya no estaba; visité a mi abuela y aproveché para llevarle las galletas de mantequilla que tanto le gustaban, platicamos toda la tarde en un ambiente muy agradable. Antes de irme a casa me asomé a la bodega, sin ningún propósito más que el de celebrar mi victoria, pero no pude creer lo que estaba viendo, la guitarra estaba ahí, y en un arranque de locura, me la llevé. 

Era una noche fría y oscura, por lo cual, decidí abandonar a su suerte al viejo objeto musical por la mañana, llegué tan cansado a casa que me fui directo a dormir. Me desperté emocionado al día siguiente, no por lo que fuera a pasar en el transcurso del día, sino porque, por fin, me iba a deshacer de ella, la desamparé en un parque, sin importar su destino, por mí se la podía comer un animal, ser coleccionada por un vagabundo, incluso, pudrirse por acción de la madre naturaleza. El tema me provocaba una ansiedad tremenda, no podía pensar en otra cosa que no fueran las cuerdas metálicas en esa caja de madera hueca y despintada, entonces, por mi paz mental, decidí ir a husmear a la bodega con el pretexto de saludar a mi abuela; cuando ingresé, mis ojos se llenaron de lágrimas, mi piel se estremeció y, con un nudo en la garganta, vi que la guitarra seguía ahí. Estaba harto, ya no lo podía soportar más, la sostuve por el mango y la estrellé en el piso, partiéndose en mil pedazos; sentí un alivio inmediato y reconfortante, por último, tomé un taxi a casa para descansar.

Han pasado un par de meses y mi vida regresó a ser la misma de antes, me concentré en mis proyectos y estaba en calma. No olvidaré ese día, 2 de noviembre,  cumpleaños de mi abuela, recuerdo que fui a su casa con su pastel favorito: merengón de fresa. Fue un día bastante lindo y con el protocolo completo, las velas del pastel y las mañanitas. Aprovechamos de limpiar un poco la casa y cuando entramos a la bodega se me heló la sangre mientras la adrenalina me bajaba a los pies, la guitarra se encontraba postrada en la pared, y una vez más, me la llevé. Sin poder soportar más la situación, saqué cita con el psicólogo, necesitaba hablar con un experto. Me preparé para la consulta y traje conmigo a la guitarra, como soy una persona que valora la puntualidad, llegué unos veinte minutos antes, me senté a esperar mientras veía, con odio, a la guitarra hasta que la recepcionista me dejó pasar.

Entré, saludé al doctor, él era muy amable y me invitó a ponerme cómodo en el sofá, me recosté y comenzamos a platicar, me hizo unas preguntas de mi vida en general y después me preguntó el motivo de mi presencia, le comenté la situación de la guitarra mientras tomaba algunas notas en su libreta. 

—¿Trae la guitarra con usted? —preguntó.

—Aquí la traigo. —Le contesté mientras la colocaba frente a mis pies

—Señor, aquí no hay ninguna guitarra —concluyó.

Trompetisten

He vuelto al jardín de los guerreros,
guiado por el sonido de la trompeta.
Basta con ver el óxido de la boquilla
para saber la melodía que tocó el poeta.
Recuerdo las sombras que custodiaban 
los cuarteles y más cuando estas
anunciaban, por toque, los deberes
de un soldado que del miedo se destierra.
Y desde el ejército del ruido
sometimos a los enemigos de la tierra,
declarando un toque de queda
bajo las órdenes del fin del mundo.
Mi compañera de oro.
             Mi valiente damisela.
             Con tu himno, llévate de vuelta
a este soldado excitado por la guerra.
Por Donovan Aduna